El diablo viste a
la moda y en Panamá cerraron una librería.
Quisiera que me importara, pero no, ¿a quién engaño? No me importa en lo
más mínimo.
Situada en una
esquina atestada de tráfico a toda hora se yergue este armatoste de edificio
verde por todos lados gobernando prácticamente una cuadra entera.
La puerta de
hierro pesado casi le vuela el dedo a un amigo que fue ahí a comprar un libro
una vez. Tal vez uno de los diez
clientes por día que deambulaban en este mausoleo de las letras dormidas. Dentro de las paredes de aquel mastodonte instalaron
la librería, un café e incluso un área dedicada especialmente para los niños. Loable tarea la de inculcar la lectura en los
pequeños mocosos.
Aquel vetusto edificio
lleno de hollín ahora a causa de los cientos de miles de vehículos que pasan
enfrente estaba coronado en la entrada por un extraño personaje que aún no
atino a identificar si se trataba de un canguro o un caballo, colocado allí
para atraer o divertir a los clientes más pequeños. Creo que le faltaba una oreja.
Cuando recién abrió
yo no tenía dinero para pagar más de diez dólares por un libro.
Mis primeras obras maestras las compré en la
universidad a uno o dos dólares. Por aquel
entonces ya se percibía ese espantoso tufo a elitismo con que envuelven en
Panamá a todo lo relacionado con la cultura.
Un error de tino basado en un ideario pre republicano que nos lleva a
pensar que una persona culta, es por ende, un ricachón de buenos modales.
Cuando empecé a
trabajar como periodista ya pude darme una vuelta por aquel acertijo de cemento
que te llevaba por laberínticas y empinadas escaleras para llegar a ver un
libro. “Por esa otra puerta no joven, es
arriba”, así me dijeron un día. Está bien.
Una vez arriba había de todo tipo de libros.
Muy pocos de los que me interesaban y a precios mucho menos
interesantes.
Creo recordar mal
que fue en uno de los salones de lectura que asistí a una rueda de prensa de
Elena Poniatowska que paró en Panamá como parte de la promoción de un libro
suyo ganador del premio Alfaguara de 2001.
Ella no estaba
contenta; más bien exhausta. Pobre doña. En un momento dijo que se sentía como
si fuera un desodorante o un zapato en venta por el apabullante itinerario del
que era objeto prácticamente contra su voluntad.
Yo regresé a mi
escritorio y envié la nota. A la gente
de Alfaguara no le gustó. Nos pidió una
entrevista adicional para corregir lo que ella había dicho. Aquella actitud reforzó aún más las palabras
de Elena. A la pobre señora realmente la
controlaban como un zapato.
No recuerdo desde
2001 que nada más interesante haya sucedido en esa librería que a la sazón
ahora que me pongo a pensar tenía un nombre en inglés Exedra Books ¿para
promover la cultura en hispanoamericana?
Suena a libros etcétera o excretados.
Cuando unos años
más tarde entró El Hombre de la Mancha al ruedo le quitó relevancia y levantó
la barra. No soy experto en negocios,
pero sospecho que aquel armatoste se quedó congelado en el tiempo. Hasta su participación en las ferias del
libro de Panamá me resultaban aburridas.
Nada bueno presagiaban los tiempos para el enorme monstruo.
Ahí está todavía
dando sus últimos suspiros. Imagino que la
cuadra entera será defenestrada y convertida en un edificio o en un pequeño
centro comercial. O eso, o bien se
mantendrá como un monumento muerto a las letras por lo mal que está el mercado
de las bienes raíces.
Como sea sigue sin
importarme. Solo recuerdo las muecas de
la Poniatowska. Ahora que ya se ganó el
Cervantes debe sentirse como una media de terciopelo o un iPhone.