viernes, 8 de junio de 2018

“Aquí, en este mundo, los tipos malos, pueden ganar”



Encerrados en una enorme cancha de fútbol de 75,000 kilómetros cuadrados observamos una y un millón de pantallas de voces que gritan y lloran dramas diarios y peleamos contra esas voces ficticias o reales mientras unos halan la soga hacia un lado los otros la atan a un árbol para verlos perder el tiempo. 

Arriba los buitres nos miran y se ríen.  No hay escapatoria.  Aquí llegamos hace tiempo a la mayoría de edad, pero en lugar de un crecimiento vamos en dirección contraria y a toda velocidad.  Queremos romper todos los récords. 

Que ocultaran la corrupción en una época ya era costumbre, pero que ésta ahora se glorifique y se premie resulta aberrante. 

Por un lado, los dueños de uno de los poderes del Estado hallados en una enorme trampa se refugian cual ratas en su guarida.  Sin embargo, en lugar de detener la barbarie y dar sentido a nuestra existencia aceptando su culpa y al menos corrigiendo la usura, corrieron en la dirección contraria y atacaron de vuelta. 

Su ataque fue tan cruento que parece que la mitad de la sociedad acompañara sus tambores de batalla que escupe a la justicia al rostro dándose golpes de pecho como víctimas.  El sadismo de la escena es cruel y escandaloso. 

Si estos son los padres de la patria digamos que tenemos padres abusivos, cocainómanos en pleno desenfreno, nos han dado un galón de gasolina y los cerillos están en la mesa y tenemos autorizado calentar la atmósfera. 

La culpa, naturalmente recae en el que traía algún resquicio de justicia.  Que no la es entonces. Aquí quien busca la verdad y tiene la osadía de atacar la corrupción es un aguafiestas y un perseguidor. 

Jamás el Ejecutivo estará exento de culpas y ¿por qué no se buscó la verdad desde el principio sino? Ahí quedamos los más de cuatro millones de voyeristas de mini pantallas riéndonos y dándonos palmaditas en la espalda viendo las más recientes estadísticas memográficas. 

Estamos estancados en un lodazal reiterando la cita bíblica “quien esté exento de culpa que tire la primera piedra”.  ¿Qué tal si dejamos decir eso de una maldita vez?

Esto es así.  El país estadio por cárcel permanentemente hirviendo y hundiéndose en las lluvias en donde los pobres son parásitos, los homosexuales un insulto a las buenas costumbres y las feministas una afrenta a la familia y un asalto a la moral, dios primero la iglesia ante todo y nos arrodillamos a la santísima trinidad, aquel enorme tobogán de rezos y sotanas por el que deslizamos nuestras excusas, permitimos los desmanes del abuso infantil, nos reímos cuando papá le pega a mamá bien hecho ella se lo buscó, y nos tapamos la cara y ofendemos a las mujeres porque ¿quién les manda a no vestirse adecuadamente como manda la santa inquisición?

El calor es insoportable excepto en el aire acondicionado que baja las temperaturas para semejar un invierno en cualquier país frío anglosajón y por ende fino.

El frío del aire acondicionado es el bienestar para contrarrestar el infierno, el frío es lo blanco, lo limpio, lo que nos aleja de la chusma que; claro son los otros, son los negros y los indios porque somos racistas clasistas y groseros y ello lo ocultamos con majestuosa hipocresía en un halo de comedia asquerosa.

¿Y me vas a decir ahora que no todos somos así?

Las cosas son como son y seguirán siendo así.

Estamos atorados. Pensamos que en Panamá no va a pasar nada pero nuestra fantochería nos saldrá cara.

Cuando un mueble de madera es carcomido por las polillas a primera vista no se ve.

El día menos esperado nos iremos de culo y lo que tendremos alrededor serán las astillas de nuestra dejadez. Mientras tanto nos seguimos riendo de los mismos chistes ofensivos al débil, homófobos y todo bien hasta que insultes a mi madre porque somos machistas por antonomasia y porque el débil se deja y eso le pasa por idiota. Una sociedad tan abusiva con baja autoestima pero al mismo tiempo hipócrita y miedosa como ninguna se hará papilla a sí misma.

Los malos son glorificados como valientes transgresores “robinhoodianos” salvadores del país.  Viene el loco a salvarnos. Ya de una vez regulen la corrupción si total todos nos hemos llevado una luz roja y hemos pagado al guardia para que no nos lleve el carro con grúa cuando manejamos borrachos aquella vez. Si total el que está mal es el otro, el que mató a la mujer y dejó en orfandad a la niña porque ese es el idiota que a diferencia mía se accidentó y yo no.

Déjenlo que él robó pero hizo, sí, me hizo sentir mejor a mí que he hecho menos con mis pequeños fraudes que no alcanzan para una casa en la playa pero bueno el que no llora no mama, juega vivo que aquí el que no corre vuela y para cerrar el ataúd chupa y olvida.
Nos abocamos al final, estamos en la última recta, ojalá se case otro príncipe y me toque a mí, y que me ganara la lotería lo metería todo en un plazo fijo, tendré mi castillo de oro en este lodazal.

Y todo lo que mi mente sigue guardando es aquella frase de Last Action Hero cuando el villano se sale de la película y cruza al mundo real. Lo primero que hace es matar a un mecánico.  Nadie reacciona. No llega la justicia – Panamá se sigue hundiendo – le damos la razón al villano – éste en un ademán de triunfo se yergue y grita “aquí, en este mundo, los tipos malos, pueden ganar”. Y ahí aplaudimos y le erguiremos una estatua.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Absorto en la casa de Papa de Hemingway

La casa es enorme. Tiene las puertas y las ventanas abiertas pero nadie puede entrar. 

Desde que crucé el portón principal de la finca coronada por aquella gigantesca casona respiré un aire de otros tiempos.

Cuando pisas los escalones que dan a la primera sala te das cuenta de que no es un museo lo que visitas sino tierra santa: estás en la casa de Papa Hemingway.

La Finca El Vigía está a unos quince kilómetros de la Habana y una vez que franqueas la entrada toda ella te envuelve. Desaparece la isla y entras a otro mundo.

Necesité unos minutos para sobreponerme del asombro y un mes para escribir sobre esta experiencia.

Hacía calor porque el verano en Cuba es infernal.  Yo sudaba profusamente mientras miraba o más bien trataba de digerir cada centímetro de cada uno de los objetos que podía ver desde las puertas y ventanas de la casa.

En cada puerta hay una persona que cuida que nadie entre.  Había otros turistas cuando fui. Eran chilenos. Trataron de entrar.  Una mujer les dijo con extrema amabilidad que era imposible.  Una señora de aquel grupo se molestó y dijo algo sobre la casa de Neruda que no quise escuchar.

Sentí vergüenza ajena. Ya de por si sentía pena por estar en pantalones cortos de playa en la casa de Papa aunque de haber sido 1950 quizás el mismo me habría recibido en las mismas fachas y hasta con menos ropa.

Heme ahí de pie sudando como un caballo y mirando con la ilusión de un niño en una juguetería.  Pude ver cuadros, los muebles de la época en que vivió en esa casa, los licores en la mesa con los que se embriagó por última vez en Cuba y los libros. Están por todas partes.

Desde afuera se nota que los libros están ahora clasificados como en una biblioteca.  Leí después que son más de 9.000 libros los que tenía a su disposición. Quizás para Borges el cielo era una especie de biblioteca.  Te tengo noticias Jorge Luis: Hemingway vivía en el cielo.  

Caminé por donde me lo permitieron.  Quedé absorto al ver el baño en donde le sacaron aquella icónica foto de pie con una escopeta de doble cañón mirando con rostro desafiante pero ojos tristes a la cámara. Ya entonces él sabía que no tendría más primaveras.

La vista desde afuera de la casa es impresionante. Y lo es aún más desde el mirador que tenía una cómoda silla estilo playera y un librero repleto a su lado.

Licor, libros y una casa enorme donde escribir y embriagarse, y escribir ebrio o embriagarse de brisa y de sol alejado del resto del mundo. Papa sabía vivir. 

Tenía una piscina que ahora está seca.  Y ahí mismo al borde están las tumbas de sus tres mascotas.  Y un poco más allá en donde antes jugaban al tenis reposa su bote.

Lo vi de cerca.  Es absolutamente impresionante como los otros objetos de la casa. 

Pero a pesar de que uno sabe que el escritor se metió un tiro matando a la leyenda hace casi sesenta años tienes la impresión de que en cualquier momento se va a aparecer con un vaso lleno de licor y mirando extrañado:  “¿Qué diablos hacen en mi propiedad?”.


Este escrito es solamente una manera de registrar que estuve en su casa pero no puede abarcar la extensión y profundidad de la experiencia completa. 

Tampoco mencioné que todo fue gracias a un viaje a La Habana que planee en absoluta complicidad con Gilla Mey.  Ella planeó ir a los sitios en los que estuvo Papa. Yo solo la seguí.  

Y no cuento aquí que cuando llegamos a La Habana se desató una tormenta.  No había agua en el baño del aeropuerto y un perro dormía plácidamente en la caseta de cambio de monedas. Aquella fue una semana mágica en Cuba en donde se respira una sensación de libertad inconmesurable. 

No he podido abarcarlo todo. Tampoco cuando fuimos a su hotel - el Ambos Mundos - en la Habana Vieja, de cuando casi me desplomo por el calor y que reviví con una cerveza Presidente en el lobby.  Y también cuando bebimos en sus bares favoritos - El Floridita y La Bodega del Medio - a los que estoy seguro llegó dando tumbos desde su hotel.

No, no he escrito nada de eso, pero algún día lo haré. Se lo debo a Papa. 


martes, 20 de junio de 2017

40 Años: El “quince años” del hombre adulto

La costumbre en algunos países de Latinoamérica cuando una niña cumple los quince es hacerle una fiesta apoteósica.  Muchos padres se gastan casi lo mismo que en una fiesta de matrimonio.  

La idea es probablemente resabio de una práctica tergiversada de nuestros ancestros modificada con el lujo y esplendor clasista de nuestros colonizadores.  No lo sé con seguridad. Probablemente estoy equivocadísimo.

Lo cierto es que, para los hombres adultos los primeros cuarenta años se esperan casi con la misma emoción de una quinceañera y por lo general las celebraciones son acorde: Música en vivo, reuniones mastodónticas con comida y bebida para todos hasta tempranas horas de la mañana o quizás aquí también me equivoque. 

Lo cierto es que al acercarme a los cuarenta lo único que se me ha ocurrido es escribir al respecto.

Cuando en 1995 cumplí dieciocho sentí que había alcanzado una meta.  En primer lugar tendría derecho a usar mi cédula; segundo, podría ejercer mi derecho de comprar y beber alcohol – exacto, antes de los 18 nunca consumí licor – y tercero, estaba el logro de superar la edad que enunciaba Alice Cooper en “I’m Eighteen”.

A los 20 por algún motivo sentí que debía celebrarlo en grande.  Lo hice organizando una fiesta con mi banda de rock en el garaje de mi casa.  Les pedí antes permiso a los vecinos por el ruido al que estarían sometidos inmisericordemente hasta altas horas de la noche. La estrategia funcionó porque nadie llamó a la policía.

Una década más tarde sentí la necesidad de que fuese una celebración de proporciones épicas, de nuevo. Convoqué a mis amistades a un bar donde te servían torres de cerveza. Pedí cuatro torres y que el resto del alcohol corriera de parte de mis invitados. 

Cuando terminó la celebración los que quedamos corrimos a otro bar donde mi hermano tocaba ‘covers’ de rock clásico. Fue una absoluta locura. El registro de fotografías en la era previa a tener una cuenta en Facebook documenta un piso lleno de vómito que nadie notó entonces. 

Hay una foto mía frente a la banda sonriente. Luego estoy en un sillón dormido al lado del guitarrista de la banda. Luego el mismo guitarrista está pisando el charco de vómito que – de nuevo – nadie había notado. 

Después aparezco dormido y a mi lado una chica desconocida. Ella pidió que tomaran la foto. Yo tengo los brazos extendidos en el sillón. Mi rostro inclinado hacia la izquierda. Mi cerebro en otro planeta.

Creo que cinco años después organicé un show con mi banda de rock.  Hicimos un set con temas propios y luego arremetimos con canciones de metal clásico, aquellas que más me gustan.  Recuerdo la estridencia, el licor, las risas y haber terminado en mi casa hasta muy temprano en la mañana. Esa vez no me dormí.

Ahora que se cumple otra década de aquella noche mi cabeza se quedó sin ideas.  Cada vez que me preguntan qué haré – tampoco es que me pregunte mucha gente – me quedo en blanco.  Lo único que se me ocurre es decir que preferiría unos tragos en un bar y nada más.

Sin embargo, tengo la intuición de que se espera más de mis cuarenta.  De hecho cuando mis amigos cumplieron los 40 hicieron grandes celebraciones.  De hecho la última celebración de cuarenta años en donde estuve se apareció el Presidente.  No creo que olvide esa fiesta tampoco.

Estar a la altura de las expectativas es difícil sobre todo cuando con cada año que pasa el concepto de cumplir años me genera pensamientos dispersos, confusos y contradictorios. 

Por un lado aún guardo una emoción infantil de recibir regalos y de que ese día, un día al año, debe estar dedicado a mí por completo.  

Me siento un animal egoísta con una euforia adolescente.  Por otro lado siento que no merezco absolutamente ningún trato especial. 

También me veo solo rodeado de muy pocos con una botella de vino o acostado en mi cama mirando al techo. Pero en otras me ataca la desesperada idea de que en ese día puedo hacer lo que más me gusta sin consecuencia alguna.

Debo admitir que con esta última idea me he chocado con muchas frustraciones en especial cuando he planeado fiestas en mi casa en los últimos años.

Algunas de aquellas enormes farras empezaban bien pero después de medianoche cambiaban mi música a géneros bailables que se alejaban de mi gusto causándome una enorme decepción; o sino, en medio de la alegría, la risa, la cerveza y el jolgorio metalero, alguien me llamaba y preguntaba si podría traer a alguien.  Siempre dicha experiencia terminaba con los nervios de punta. 

Después de un par de esos episodios me he puesto como regla mental “no conocer a nadie en mi cumpleaños”.

Recuerdo un episodio cuando largué de mi casa a uno de aquellos desconocidos porque estaba consumiendo cocaína en el baño.  
Primera vez que lo conocía. Última vez que lo vería.

También recuerdo aquella otra fiesta de mi cumpleaños en donde, de nuevo, cambiaban el rumbo musical de mi histérico rock n roll por música bailable y la novia de un amigo me obligaba a bailar. 
A cada uno de sus ruegos porque bailara con ella me negué.  Luego me tomó de las manos y me levantó de mi silla. Sus manos sujetando las mías.  Yo miraba a su novio y le rogaba “por favor dile que no”. El solo reía divertido y me decía “ella es así cuando bebe”. 

Cuando vi que nada funcionaba, y con los ojos y el cerebro incendiados de alcohol; roté mis manos a sus muñecas y las bajé con delicada rudeza mientras mi voz tomaba un tono rasposo en un grito apagado “nooooo quieroooo!”.  

Otro amigo que notó que aquello no pintaba bien entró en medio y nos separó.  Pedí disculpas y me retiré.  ¿Debo recordar que estaba en mi casa y era mi cumpleaños?

Ese sentimiento de no querer que suene otra música sino la mía parece pueril, falto de comprensión o incluso grosero; pero no puedo evitarlo, porque como dije antes: ¡Es mi cumpleaños y debe estar dedicado a mí por completo!  ¿Y qué más me queda sino?
No hay más días en el año para mí. Solo uno. 

Por eso quizás aquella torpe obcecación por celebrarlo y recordarlo todos los años. No me importa envejecer, me importa celebrarlo. 

Llegará el día en que no me importe. 

Creo que al alcanzar estos primeros cuarenta la emoción por ello empieza a disiparse.  ¿Será una señal de los tiempos? No tengo idea. Algo sí tengo claro, aún no sé qué voy a hacer para mi cumpleaños que es en menos de 48 horas.