La casa es enorme. Tiene
las puertas y las ventanas abiertas pero nadie puede entrar.
Desde que crucé el portón
principal de la finca coronada por aquella gigantesca casona respiré un aire de
otros tiempos.
Cuando pisas los escalones
que dan a la primera sala te das cuenta de que no es un museo lo que visitas sino
tierra santa: estás en la casa de Papa Hemingway.
La Finca El Vigía está
a unos quince kilómetros de la Habana y una vez que franqueas la entrada toda
ella te envuelve. Desaparece la isla y entras a otro mundo.
Necesité unos minutos
para sobreponerme del asombro y un mes para escribir sobre esta experiencia.
Hacía calor porque el
verano en Cuba es infernal. Yo sudaba profusamente
mientras miraba o más bien trataba de digerir cada centímetro de cada uno de
los objetos que podía ver desde las puertas y ventanas de la casa.
En cada puerta hay una
persona que cuida que nadie entre. Había
otros turistas cuando fui. Eran chilenos. Trataron de entrar. Una mujer les dijo con extrema amabilidad que era imposible. Una señora de aquel
grupo se molestó y dijo algo sobre la casa de Neruda que no quise escuchar.
Sentí vergüenza ajena. Ya
de por si sentía pena por estar en pantalones cortos de playa en la casa de Papa aunque de haber sido 1950 quizás el mismo me habría recibido en las mismas fachas y
hasta con menos ropa.
Heme ahí de pie sudando
como un caballo y mirando con la ilusión de un niño en una juguetería. Pude ver cuadros, los muebles de la época en
que vivió en esa casa, los licores en la mesa con los que se embriagó por
última vez en Cuba y los libros. Están por todas partes.
Desde afuera se nota que los libros están ahora clasificados como en una biblioteca. Leí después que son más de 9.000 libros los
que tenía a su disposición. Quizás para Borges el cielo era una especie de
biblioteca. Te tengo noticias Jorge
Luis: Hemingway vivía en el cielo.
Caminé por donde me lo permitieron. Quedé absorto al ver el
baño en donde le sacaron aquella icónica foto de pie con una escopeta de doble
cañón mirando con rostro desafiante pero ojos tristes a la cámara. Ya entonces
él sabía que no tendría más primaveras.
La vista desde afuera
de la casa es impresionante. Y lo es aún más desde el mirador que tenía una cómoda silla estilo playera y un
librero repleto a su lado.
Licor, libros y una
casa enorme donde escribir y embriagarse, y escribir ebrio o embriagarse de
brisa y de sol alejado del resto del mundo. Papa sabía vivir.
Tenía una piscina que
ahora está seca. Y ahí mismo al borde
están las tumbas de sus tres mascotas. Y
un poco más allá en donde antes jugaban al tenis reposa su bote.
Lo vi de cerca. Es absolutamente
impresionante como los otros objetos de la casa.
Pero a pesar de que uno sabe que el escritor se metió un tiro matando a la leyenda hace casi sesenta años tienes la impresión de que en
cualquier momento se va a aparecer con un vaso lleno de licor y mirando extrañado: “¿Qué diablos hacen en mi propiedad?”.
Este escrito es solamente una manera de registrar que estuve en su casa pero no puede
abarcar la extensión y profundidad de la experiencia completa.
Tampoco mencioné que todo fue gracias a un viaje a La Habana que planee en absoluta complicidad con Gilla Mey. Ella planeó ir a los sitios en los que estuvo Papa. Yo solo la seguí.
Y no cuento aquí que cuando llegamos a La Habana se desató una tormenta. No había agua en el baño del aeropuerto y un perro dormía plácidamente en la caseta de cambio de monedas. Aquella fue una semana mágica en Cuba en donde se respira una sensación de libertad inconmesurable.
No he podido abarcarlo todo. Tampoco cuando fuimos a su hotel - el Ambos Mundos - en la Habana Vieja, de cuando casi me desplomo por el calor y que reviví con una cerveza Presidente en el lobby. Y también cuando bebimos en sus bares favoritos - El Floridita y La Bodega del Medio - a los que estoy seguro llegó dando tumbos desde su hotel.
No, no he escrito nada de eso, pero algún día lo
haré. Se lo debo a Papa.