jueves, 23 de abril de 2015

El derbi secreto

Estoy tratando de ver un partido de fútbol mientras trabajo.

Para hacerle pensar a las personas que estoy trabajando frunzo el ceño y escribo estas líneas.

Es el derbi secreto. El Real Madrid contra el Atlético de Madrid.  La rivalidad infinita. 

Dos colosos en una misma capital. Bueno, el Atlético no era coloso hasta que el Cholo Simeone lo agarró y lo transformó en lo que es: una maldita máquina de nervios, huesos y músculos que dio vuelta a la larga tradición de resultados adversos que era característico en otra época.

No quiero interrupciones.  Mis ojos están divididos entre la pantalla del computador y la del televisor a mi derecha.  Es tremendamente difícil seguir un juego así.

Al menos a seis minutos el Real Madrid parece estar bien plantado en la cancha, concentrado y ganando la posesión del balón.

Cada vez que vuelvo la cabeza a la pantalla de televisión se asoma alguien a la puerta de la oficina.

Maldita sea.  Ya dije que no quiero interrupciones.

Nunca antes había existido tal volumen de movimiento humano a través de la puerta de mi oficina.  Esto es desquiciante.

Solo acierto a ver algunos segundos de dominio blanco cuando tengo que volver mis ojos a la pantalla.  Ceño aún fruncido. La bola es del Madrid otra vez. Van nueve minutos y estoy  empezando desesperarme.

Empezaron las faltas.  Naturalmente el Atlético se aferra a un juego agresivo en busca de la desconcentración del contrario. Y otra persona entró a la oficina y detrás de esta a los pocos segundos otra más.

Y el Chicharito bota el primer gol cantado.  De acuerdo con las estadísticas el mexicano anota siempre al tercer intento.  Espero que el contrario no anote antes de su tercera amenaza a la portería colchonera.

Puse de música de fondo a Roy Orbison. Eso me ha calmado los nervios.  El movimiento de personas en mi oficina es ridículo. 

Ahora fue Cristiano Ronaldo el que lo intentó desde la media con la defensa del Atlético haciendo aguas.

Parece que Ancelotti escogió bien su cuadro esta vez.  Dejó sentado al miedoso Illarramendi y al perdido Khedira.  Apostó en cambio por reforzar la media con defensas con bastante experiencia, incluyendo a un inusitado cambio de flanco para Sergio Ramos.

Se acerca una oportunidad del Atlético.  Saque de manos que no termina en nada.  Vuelvo a respirar.

Las acciones en la entrada y salida de personas se han calmado.  Trataré de mirar de nuevo la pantalla.

Ahora naturalmente la señal de la televisión es la que da problemas.

Esto es insoportable.

Para sazonar la tarde entra el jefe. 

No hay manera de esquivarlo.  Debo pretender que escribo el tratado de Versalles, o una nueva versión del Himno Nacional, algo que requiera absoluta concentración.  De otro modo, buscará algún motivo para no verme en mi puesto. 

No es algo que suceda con regularidad, pero de nuevo, hoy no parece un día normal. Desde la afluencia de personas justo el día del partido empecé a dudar del resto de mi suerte, o lo poco que me quedaba.

No pueden dejarse golear.  Es imperativo que el Atlético no anote nada.  ¿En qué momento pasaron 20 minutos? No tengo idea, pero ya deben anotar.  No pueden dejar que el Cholo arme a su equipo de valor para la segunda mitad.

Más personas entrando por la puerta.  Es como si conspiraran en contra del juego, en contra de mis ganas por verlo y sufrirlo y disfrutarlo.

El Real Madrid perdiendo la bola nunca es una buena señal.  Tiro libre.  Pensé que no la cantarían. Pero sí. Y están cerca del área y la va a patear James. Pasó por arriba del travesaño.  Tuve que contestar unos textos por el teléfono.

También tengo que guardar la calma.  El Atlético acaba de rematar a portería. Casillas la capturó.

Tuve que ir al baño.  Para orinar mi nerviosismo y actuar normal en la oficina.  Ni muy alterado ni siquiera interesado en nada.

No he emitido ningún comentario con respecto al partido.    No quiero que nadie me interrumpa.

Aparente calma. 

Minuto33 y sigue 0-0.

Cosas de trabajo.

Una llamada que requirió que yo contactara a otra persona. En fin, cosas de oficina.  El partido sigue amarrado.  No me gusta que se extienda.

Empiezo a escuchar comentarios desde otra oficina. “Ja! van cero a cero.  El Atlético le tiene la medida”.

Sí, pero tampoco han anotado ellos.  Era lo que me temía.  Que alguien más descubriera que están dando el partido.  Estoy rodeado no de fanáticos de fútbol, sino de antimadridistas. 

Medio tiempo.

Un respiro.

Mal agüero.

Me temo que es el momento en donde los del Cholo se arman de fuerza y se vuelven a concentrar.

Malhaya si hay gol en contra.  Me voy al baño de nuevo.  Regreso y conmigo la afluencia de personas entrando y saliendo de la oficina. 

Mi oficina está dentro de otra oficina más grande.  No hay cubículos, sino pequeñas oficinas dentro de una principal.

Afuera hay un área común, una plaza socrática como fue nombrada en una época, un área de espera para visitantes y palacio de alguna que otra procacidad cuando no hay mucha gente.

El problema es que la puerta de mi oficina es la primera que vez cuando abres la puerta principal de toda la oficina.  De modo que cada vez que alguien entra la primera impresión soy yo frente al ordenador. 

Por eso debo mantener los ojos en la pantalla y que las personas, compañeros y visitantes, no se encuentren con que estoy volteado hacia mi televisor de catorce pulgadas concentrado comiéndome las uñas.

Regresan las acciones del partido.

He decido no escribir más.

Me harté.

Ahora me concentro en mi teléfono, en aquella aplicación Spotify y preparo una lista de canciones a cargo de bandas de heavy metal de los ochentas.

Listo. Logré hacer mi lista de temas de Heavy Metal.  Arrancó con Jag Panzer.  En mi vida los había escuchado.  De modo que es una lección de aprendizaje mientras sigo el fútbol.  Como esta puse a otras bandas que nunca había oído antes entre otros clásicos.

El Real Madrid vuelve a tener la bola.

Pobre Chicharito.  Está siendo el saco de entrenamiento de boxeo del Atlético.

Y el árbitro no le canta nada.  Ya se tragó un penal en algún momento que no estaba viendo.

Empieza a calentarse el juego.   Es lo que busca el Atlético, pescar en río revuelto.

Arranca una conversación sobre trabajo en el centro de la oficina. Me temo que una de las voces entre en mi oficina para opinar sobre el partido.

Parece que se retiró.  No. Lo llamaron de vuelta. La intensidad del partido no ha bajado.

Y sigue el cero a cero.  Y siguen las voces a un lado y otro.

El listado de canciones está interesante.  Son agrupaciones que tocan aquel heavy metal que me gustaba cuando estaba adolescente.  Otro comentario sobre el partido.  Naturalmente de un seguidor del Barcelona a otro.

El otro no contesta porque no le interesa o porque con su silencio espera que el Real Madrid pierda.

Que el Atlético pierda la bola no es normal.  Lo peligroso es que la recupere y tenga opciones.

Esto no es un partido de fútbol es una agónica batalla contra la desesperación.

Viene un balón de esquina para el Atlético.

Balón parado.

Su especialidad.

La botaron.

Termina el peligro, pero sigue la agonía con otro córner.  Maldita sean sus especialidades.  No lo lograron tampoco esta vez.

A las manos del portero otro centro de Cristiano Ronaldo.  Juegan bien, pero les falta ese último tiro asesino.  Otro tiro de esquina Atlético. 

Finalmente me rendí.  Alguien encendió un televisor faltando veinte minutos para el final.

Y ahí me planté.

Mi concentración al máximo. Cada jugada, cada rebote, cada pitazo del árbitro.

El flujo de personas entrando y saliendo de la oficina desapareció. 

Después sobrevino una tarjeta roja y el mundo se vino abajo para el Atlético.

Y poco más tarde al minuto 88 el pase del colombiano James a Cristiano, pared y caño que termina en los pies del portugués que cayéndose la pasó al mexicano Javier Hernández: “Chicharito”.

La bola entró.  Y yo no podía creerlo. Tampoco él.

Había dudado de su llegada al equipo, de la alineación, del arbitraje, del rival, de mi suerte. 

Dudé hasta del aire, de la oficina, del televisor, de la existencia misma.

Pero ahí estaba yo plantado frente al televisor gritando solo con mis ojos que zozobraban de alegría.

Celebrar un gol en silencio es abrir una botella de champaña sin el ruido del corcho y sin que salte la espuma.  Es como la antítesis de la euforia, si tal cosa existe.

Apagué la televisión y regresé a mi puesto.

El día había terminado para mí.

Allá afuera a cientos de miles de kilómetros un mexicano – detestado por muchos – aún no salía de su asombro y yo menos.

Ganó el Real Madrid.  Y yo lo disfruté en secreto.