El primer chivatazo lo escuché en la Feria del Libro.
Estaba oteando libros con Josefa Asenza y a medida que descubríamos uno se nos llenaban las manos con cada título.
En el estante de Océano me llené de valor y le pregunté a una mujer si podría comprar otros títulos directamente a sus oficinas?
Me dijo que si y me dio una tarjeta que perdí al cabo de una semana.
Lo que la señora no me dijo es que ellos no son una librería; sino más bien un centro de distribución al por mayor.
"Pero esos de Anagrama los podemos vender individualmente"; me dijo.
Y eso fue todo lo que necesitaba saber. El cielo existe.
Finalmente conseguí nuevamente el número de
teléfono y pregunté por un libro cuasi inexistente en las estanterías de las
pocas librerías de la ciudad.
Si, si lo tenían.
Estaba enganchado.
-
“Lo
podemos vender individualmente si desea”.
Eso era todo lo que
necesitaba saber.
Un sitio que me vendiera
a precio de entrada libros que no encuentro en ninguna parte.
Elucubré un plan con un
compañero de trabajo.
Salimos a mediodía de la
oficina en el carro de mi compañero hacia un área preñada de talleres, galeras, rastros e industrias.
Nada bonito ni llamativo
en kilómetros a la redonda.
Solo estructuras
espantosas y el calor natural y pasmoso de cualquier mediodía en Panamá.
El edificio es un aburrido
cuadrado de dos pisos justo al frente de un taller de chapistería gigantesco.
No parece que
vendan libros ahí.
De hecho es un almacén a
donde llegan los libros de la editorial Océano y con ellos la deliciosa Anagrama.
"Bájate tú", me dijo mi compañero, "no quiero que me abaleen a mi".
Me asomé a la puerta de
madera chocolate bastante común.
Encontré un timbre y lo
oprimí.
Al cabo de un rato la
puerta se abrió.
Un hombre con estampa de
mecánico o estibador me saludó.
Le expliqué a lo que
venía.
-
“Si,
cómo no, pase por favor”.
Quedamos en un pasillo.
Dos oficinas diminutas
con dos computadoras a mano izquierda. Una
puerta extraña a la derecha.
Algunos ejemplares de
enciclopedias y libros con portadas horrendas decoraban un insípido estante.
Al fondo, otra puerta de
madera se abría y cerraba a medida que algunos empleados entraban y salían con
carretillas o cajas en las manos.
Esa debe ser la galera
donde se encierran los tesoros, pensé.
-
“¿Qué
título busca en esa edición?” me preguntó el hombre.
-
“La
canción del Verdugo de Mailer, Norman Mailer”.
Se fue a la segunda
oficina diminuta.
Empezó a teclear en su
computadora.
-
“Tengo
25 unidades. Están aún en cajeta. Déjeme buscarlos”.
Salió de inmediato y se
perdió por la puerta que daba a lo que imaginaba era Xanadú.
Alrededor de diez
minutos pasaron antes de que regresara con el libro en la mano.
-
“Aquí
está. Esos poco se venden. Son difíciles de colocar en librerías. La joven le
va a cobrar”.
Una ballena blanca había sido capturada y la sostenía entre mis manos.
El ruido de unos tacones
lejanos resonó por toda la oficina.
Una mujer bajaba una
escalera de metal del segundo piso arriba de nuestras cabezas.
Los taconazos retumbaban
cada vez más fuertes.
Finalmente llegó. Era una mujer de mediana edad con rostro poco animado y fácil de olvidar.
Ella le redujo diez por
ciento al precio original que me había dado aquel hombre que después me dijo se llamaba
Abraham.
Me sentía exultante. Triunfal.
Cerré la puerta y de
nuevo estábamos en el área industrial en donde la literatura es la última cosa presente,
en donde los libros los puede dañar un ácido de batería o el aceite de un
motor.
Era mediodía y la
experiencia completa resultó como si hubiese ido a comprar drogas.
Al menos así imaginé que
debe sentirse dicha experiencia.
Quizás con el mismo o
mayor nivel de satisfacción, remuneración y elementos de escape.
Apenas regresamos
hicimos un listado de libros que nos obsesionan y no hemos podido encontrar, naturalmente todos de Anagrama.
Algo debe andar
realmente mal cuando uno no puede ubicar títulos decentes así, como si se tratara de algo furtivo, ilegal y secreto.
Algo debe realmente
andar chueco cuando otras dos editoriales abandonaron
la ciudad como si estuviese siendo invadida y saqueada por el pirata Morgan.
Espero que el "dealer" pueda satisfacer esta adicción.
El síndrome de
abstinencia es peor que el que se experimenta con drogas.
De eso sí estoy seguro.