miércoles, 8 de octubre de 2014

Tengo un “dealer” de libros

El primer chivatazo lo escuché en la Feria del Libro.  

Estaba oteando libros con Josefa Asenza y a medida que descubríamos uno se nos llenaban las manos con cada título.  

En el estante de Océano me llené de valor y le pregunté a una mujer si podría comprar otros títulos directamente a sus oficinas? 

Me dijo que si y me dio una tarjeta que perdí al cabo de una semana.

Lo que la señora no me dijo es que ellos no son una librería; sino más bien un centro de distribución al por mayor. 

"Pero esos de Anagrama los podemos vender individualmente"; me dijo.

Y eso fue todo lo que necesitaba saber.  El cielo existe.

Finalmente conseguí nuevamente el número de teléfono y pregunté por un libro cuasi inexistente en las estanterías de las pocas librerías de la ciudad.

Si, si lo tenían. 

Estaba enganchado.

-       “Lo podemos vender individualmente si desea”.

Eso era todo lo que necesitaba saber.  

Un sitio que me vendiera a precio de entrada libros que no encuentro en ninguna parte. 

Elucubré un plan con un compañero de trabajo.

Salimos a mediodía de la oficina en el carro de mi compañero hacia un área preñada de talleres, galeras, rastros e industrias.  

Nada bonito ni llamativo en kilómetros a la redonda. 

Solo estructuras espantosas y el calor natural y pasmoso de cualquier mediodía en Panamá.

El edificio es un aburrido cuadrado de dos pisos justo al frente de un taller de chapistería gigantesco.

No parece que vendan libros ahí.

De hecho es un almacén a donde llegan los libros de la editorial Océano y con ellos la deliciosa Anagrama.

"Bájate tú", me dijo mi compañero, "no quiero que me abaleen a mi".

Me asomé a la puerta de madera chocolate bastante común. 

Encontré un timbre y lo oprimí.

Al cabo de un rato la puerta se abrió. 

Un hombre con estampa de mecánico o estibador me saludó. 

Le expliqué a lo que venía. 

-       “Si, cómo no, pase por favor”.

Quedamos en un pasillo. 

Dos oficinas diminutas con dos computadoras a mano izquierda.  Una puerta extraña a la derecha.

Algunos ejemplares de enciclopedias y libros con portadas horrendas decoraban un insípido estante.

Al fondo, otra puerta de madera se abría y cerraba a medida que algunos empleados entraban y salían con carretillas o cajas en las manos. 

Esa debe ser la galera donde se encierran los tesoros, pensé. 

-       “¿Qué título busca en esa edición?” me preguntó el hombre. 

-       “La canción del Verdugo de Mailer, Norman Mailer”. 

Se fue a la segunda oficina diminuta. 

Empezó a teclear en su computadora. 

-       “Tengo 25 unidades. Están aún en cajeta. Déjeme buscarlos”. 

Salió de inmediato y se perdió por la puerta que daba a lo que imaginaba era Xanadú. 

Alrededor de diez minutos pasaron antes de que regresara con el libro en la mano. 

-       “Aquí está. Esos poco se venden. Son difíciles de colocar en librerías. La joven le va a cobrar”. 

Una ballena blanca había sido capturada y la sostenía entre mis manos.

El ruido de unos tacones lejanos resonó por toda la oficina. 

Una mujer bajaba una escalera de metal del segundo piso arriba de nuestras cabezas. 

Los taconazos retumbaban cada vez más fuertes. 

Finalmente llegó. Era una mujer de mediana edad con rostro poco animado y fácil de olvidar. 

Ella le redujo diez por ciento al precio original que me había dado aquel hombre que después me dijo se llamaba Abraham. 

Me sentía exultante. Triunfal. 

Cerré la puerta y de nuevo estábamos en el área industrial en donde la literatura es la última cosa presente, en donde los libros los puede dañar un ácido de batería o el aceite de un motor. 

Era mediodía y la experiencia completa resultó como si hubiese ido a comprar drogas.

Al menos así imaginé que debe sentirse dicha experiencia.

Quizás con el mismo o mayor nivel de satisfacción, remuneración y elementos de escape. 

Apenas regresamos hicimos un listado de libros que nos obsesionan y no hemos podido encontrar, naturalmente todos de Anagrama.

Algo debe andar realmente mal cuando uno no puede ubicar títulos decentes así, como si se tratara de algo furtivo, ilegal y secreto.

Algo debe realmente andar chueco cuando otras dos editoriales abandonaron la ciudad como si estuviese siendo invadida y saqueada por el pirata Morgan.

Espero que el "dealer" pueda satisfacer esta adicción. 

El síndrome de abstinencia es peor que el que se experimenta con drogas.


De eso sí estoy seguro.