La vida se parece tanto a la eternidad que terminamos
creyéndolo.
Mientras, burlamos a la parca en cada esquina.
No vemos nunca la nube circular de buitres sobre nuestra
cabeza.
¿Quién nos puede quitar el gozo de la vida? ¿Acaso este
baile se acaba alguna vez?
Debe terminar algún día, naturalmente, los ejemplos abundan,
pero no hoy.
Hoy no nos toca. Y como no pasó hoy, tampoco mañana.
Así los días se persiguen unos a otros acumulándose
inalterablemente.
Si sobreviviste a los 18 y a los 27, llegarás a viejo.
¿Qué es la vejez? Se parece tanto a la última sala de espera
a la muerte que también la ignoramos.
Tapamos a la vejez con pintura, como cuando se corroe una
pared.
Está ahí, lo sabemos, pero tampoco nos toca, porque el
presente es eterno. Esto tiene que ser
eterno.
Otro caen, sí, otros, pero no nosotros.
Nuestra vejez, la propia entropía, el último viaje; son
presagios tan lejanos que nos dejamos llevar por nuestras propias torpezas y
por la tiranía de nuestra idiotez.
No importa cuántas veces se repitan las amenazas ni las
señales, nada nos detiene, a menos a que enfermemos, entonces pensamos un poco.
Una vez curados regresamos a la autopista de la eternidad.
Nos pensamos eternos porque vemos fotografías, películas,
imágenes de hace muchos años atrás y pensamos que hemos sobrevivido a todo eso
también.
Tenemos frases preparadas como un viejo testamento lleno de
polvo: “Nadie nos quita lo bailado”.
Cierto: Ni aunque nos mutilen nos podrán quitar lo bailado.
Así pensamos.
El tiempo es el juez.
Es el profesor que pensamos no nos vio.
Ignoramos que volverá a pasar por nuestra fila y cuando se le antoje nos
llamará adelante.
Entonces recordaremos nuestra frase y lo torpe que fuimos.
Mientras tanto, que siga el baile.