Es el Mundial del 2014 uno para los libros de historia. Uno que no se repetirá en décadas. No tengo memoria de una competición tan
deliciosa como la versión de este año.
El
Mundial de 2010 estuvo desprovisto de magia, de goles, hubo mucha posesión y
aquellos elementos que vuelven aburrido un partido como un 1-0 en la final.
Pero este año, las cosas cambiaron. Los goles regresaron a la cancha, y con ellos
jugadas majestuosas, lances, cabezazos, tiros largos, y por supuesto paradones de
porteros que quedarán como leyendas.
Desprovisto de las pretensiones de una selección u otra, de
si aquellos merecían ganar o no, y de cualquier otra lectura que se le pueda
dar, a mi juicio el Mundial 2014 ha sido uno de los más divertidos, completos y
hermosos que recuerdo. Y aún faltan dos
partidos.
Más que ciega afición por alguno de los cuatro países
restantes, me decanto en mi obcecación por el deporte mismo. Por el sencillo placer de sufrir y celebrar
goles de uno y otro lado.
A diferencia
de mi devoción hacia el Real Madrid, el Mundial es como un escampado sin
límites ni fronteras en el que he podido disfrutar sin escudo; aunque me haya
decantado más por los países americanos mayormente por el prurito de
escucharlos celebrar en mi idioma. Una tontería,
lo sé, pero esas son las licencias que nos regala el libre albedrío.
De cara al fatídico partido para tercero y cuarto lugar me
daría mucha pena que Holanda venciera a Brasil, sencillamente porque me parece
de mal gusto hacer leña del árbol caído.
Es como pegarle al borracho que tropieza contra el viento.
El equipo que prometió tanto antes del torneo
hizo aguas ante una Alemania. Ahora,
este partido, aunque es la consolación de los tristes, promete algún elemento
de diversión por cuanto ninguno de los dos (ni Holanda ni Brasil) quiere
perder.
Para la final no creo que me incline hacia esa Alemania asesina,
psicópata y robótica. La perfección de
sus jugadas es como jugar ajedrez contra una computadora. Muchos se decantan por la selección germana
basándose primordialmente en su orden y disciplina.
Yo puedo aplaudir su destreza, pero jamás me
someteré voluntariamente a dos conceptos que detesto. Si fuera por cerveza ya les habría dado el
título, pero no es el caso. Adicionalmente,
es un equipo aplanador con poco lugar para la poesía. Si se llevan el campeonato, enhorabuena,
hicieron el trabajo. Pero nada más.
No habrá música en las gradas, ni lágrimas de
alegría. A lo sumo podría apostar que
los jugadores sencillamente se abrazarían, y aplaudirían a las gradas. Sería un poco deslucido.
Sin embargo, si ganara Argentina, ganaría el relato y la
historia tendría colores. Primero porque
las gradas estarán mayormente pintadas de celeste y porque esa gente vive y
sobre todo sufre el fútbol.
Un triunfo
borraría de nuestras mentes lo desabrido de su juego que a ratos detiene tanto
el balón que uno queda mirando al árbitro por si pitó algo inexistente. En realidad me gustaría que ganaran porque
saldrían libros y elegías deliciosos.
No soy de los que se sumerge en la rabia xenófoba contra los habitantes de ningún
país y su selección de fútbol por las marrumancias de unos cuantos fanáticos locales.
Me incomodan algunas muestras sobredimensionadas
y odiosas, pero para mí, encima de todo ese folclor enloquecido queda la
poesía.
Estuve escuchando el relato de algunos comentaristas
argentinos sobre la ronda de penales del último partido de semifinales – que a
la sazón había encontrado soporífero – pero que fue compensado por la emoción
de cada patada y parada.
En la ebullición del último penal pateado un narrador dice: “¡La fiera le rompió el arco. Argentina finalista
de la copa del Mundo. Se marchitan los tulipanes, se pasan los quesos, se va
pudriendo toda Holanda!”
Otro, desaforado y con lágrimas en la garganta gritó: “Estamos en la final de la Copa del Mundo. El
próximo domingo en el Maracaná, frente a los alemanes, 40 millones con la piel
de mondongo, 40 millones de gargantas malheridas, 40 millones como náufragos
abrazados en un mar de sudor, la puta que vale la pena estar vivo, 9 de julio,
Argentina hace historia sobre las cenizas de su propia historia, gracias a la
vida que me ha dado tanto”.
Jamás corearé el desafortunado pero pegajoso estribillo contra
Brasil, pero debo admitir que merecerían el triunfo solo por la hermosura del
trazo de las palabras, la emoción hecha historia y la historia que se recordará
por décadas.
Ya quiero que venga el domingo y que haga sol para llenar la copa del mundo de cervezas argentinas y alemanas.