viernes, 11 de julio de 2014

La Copa del Mundo llena de cerveza

Es el Mundial del 2014 uno para los libros de historia.  Uno que no se repetirá en décadas.  No tengo memoria de una competición tan deliciosa como la versión de este año.  

El Mundial de 2010 estuvo desprovisto de magia, de goles, hubo mucha posesión y aquellos elementos que vuelven aburrido un partido como un 1-0 en la final.

Pero este año, las cosas cambiaron.  Los goles regresaron a la cancha, y con ellos jugadas majestuosas, lances, cabezazos, tiros largos, y por supuesto paradones de porteros que quedarán como leyendas.

Desprovisto de las pretensiones de una selección u otra, de si aquellos merecían ganar o no, y de cualquier otra lectura que se le pueda dar, a mi juicio el Mundial 2014 ha sido uno de los más divertidos, completos y hermosos que recuerdo.  Y aún faltan dos partidos.

Más que ciega afición por alguno de los cuatro países restantes, me decanto en mi obcecación por el deporte mismo.  Por el sencillo placer de sufrir y celebrar goles de uno y otro lado.  

A diferencia de mi devoción hacia el Real Madrid, el Mundial es como un escampado sin límites ni fronteras en el que he podido disfrutar sin escudo; aunque me haya decantado más por los países americanos mayormente por el prurito de escucharlos celebrar en mi idioma.  Una tontería, lo sé, pero esas son las licencias que nos regala el libre albedrío.

De cara al fatídico partido para tercero y cuarto lugar me daría mucha pena que Holanda venciera a Brasil, sencillamente porque me parece de mal gusto hacer leña del árbol caído.  Es como pegarle al borracho que tropieza contra el viento.  

El equipo que prometió tanto antes del torneo hizo aguas ante una Alemania.  Ahora, este partido, aunque es la consolación de los tristes, promete algún elemento de diversión por cuanto ninguno de los dos (ni Holanda ni Brasil) quiere perder.

Para la final no creo que me incline hacia esa Alemania asesina, psicópata y robótica.  La perfección de sus jugadas es como jugar ajedrez contra una computadora.  Muchos se decantan por la selección germana basándose primordialmente en su orden y disciplina.  

Yo puedo aplaudir su destreza, pero jamás me someteré voluntariamente a dos conceptos que detesto.  Si fuera por cerveza ya les habría dado el título, pero no es el caso.  Adicionalmente, es un equipo aplanador con poco lugar para la poesía.  Si se llevan el campeonato, enhorabuena, hicieron el trabajo.  Pero nada más.  

No habrá música en las gradas, ni lágrimas de alegría.  A lo sumo podría apostar que los jugadores sencillamente se abrazarían, y aplaudirían a las gradas.  Sería un poco deslucido.

Sin embargo, si ganara Argentina, ganaría el relato y la historia tendría colores.  Primero porque las gradas estarán mayormente pintadas de celeste y porque esa gente vive y sobre todo sufre el fútbol.  

Un triunfo borraría de nuestras mentes lo desabrido de su juego que a ratos detiene tanto el balón que uno queda mirando al árbitro por si pitó algo inexistente.  En realidad me gustaría que ganaran porque saldrían libros y elegías deliciosos.

No soy de los que se sumerge en  la rabia xenófoba contra los habitantes de ningún país y su selección de fútbol por las marrumancias de unos cuantos fanáticos locales.  

Me incomodan algunas muestras sobredimensionadas y odiosas, pero para mí, encima de todo ese folclor enloquecido queda la poesía.

Estuve escuchando el relato de algunos comentaristas argentinos sobre la ronda de penales del último partido de semifinales – que a la sazón había encontrado soporífero – pero que fue compensado por la emoción de cada patada y parada.

En la ebullición del último penal pateado un narrador dice: “¡La fiera le rompió el arco. Argentina finalista de la copa del Mundo. Se marchitan los tulipanes, se pasan los quesos, se va pudriendo toda Holanda!” 

Otro, desaforado y con lágrimas en la garganta gritó: “Estamos en la final de la Copa del Mundo. El próximo domingo en el Maracaná, frente a los alemanes, 40 millones con la piel de mondongo, 40 millones de gargantas malheridas, 40 millones como náufragos abrazados en un mar de sudor, la puta que vale la pena estar vivo, 9 de julio, Argentina hace historia sobre las cenizas de su propia historia, gracias a la vida que me ha dado tanto”.

Jamás corearé el desafortunado pero pegajoso estribillo contra Brasil, pero debo admitir que merecerían el triunfo solo por la hermosura del trazo de las palabras, la emoción hecha historia y la historia que se recordará por décadas.


Ya quiero que venga el domingo y que haga sol para llenar la copa del mundo de cervezas argentinas y alemanas.