“ANUNCIO
MASCULINO: Amigo turista, nacional o extranjero, si quieres divertirte en este
paraíso exótico tropical, DROGATE CON CUIDADO Y OJO CON LAS PUTAS(OS)
BARATAS(OS) Y EXTRAÑAS(OS)...Te robaran el alma y tus pertenencias.
DESAHUEVATE!
Gracias.
Atte.
El
No-Ministro de Turismo y Salud Hotelera”
Arguel Calain
Después del episodio de
este viernes de mayo pienso que la ciudad de Panamá debe venir con un manual o instrucciones
de uso para los turistas salvajes.
Las palabras de Arguel
Calaín, creo, se acoplan a la perfección a un mensaje que vendría en una
pequeña tarjeta para distribuirla a esos turistas que buscan, en este estrecho
y sudoroso pedazo de tierra, un escape a su vida monótona de clima templado y
seco.
Me refiero a un cúmulo
específico de seres humanos rubicundos, rollizos, de rostros sanguíneos que con
dos tragos empiezan a bailar la macarena a su salida de un casino a las seis de
la mañana.
Hace diez años eran
menos. Hoy con el auge hotelero y el
crecimiento de la oferta turística son más de los que uno acostumbraba ver por
ahí.
No me refiero a los turistas
más sanos – la mayoría – que saben hacer sus fiestas, ni a los visitantes con
sus agradables familias o a las parejas de enamorados que generan negocios y se
van con una buena impresión de la ciudad y sus recovecos.
Me dirijo
específicamente a ese minúsculo grupo que no sabe sobrevivir una fiesta.
La ingesta
desproporcionada de alcohol no es exclusiva de extranjeros locos con el pecho
quemado. En absoluto. Los panameños somos expertos en sobrepasar la
raya de lo admisible y cometemos imprudencias ilegales y torpes con resultados
lamentables también.
Pero, no puedo pasar por
alto lo que pasó este viernes.
Yo me sumergía en un
episódico resfrío propio de la época. El
uso de medicinas había estropeado mi estómago.
El reposo era mandatorio y obligado.
A mi lado Gilla Mey
procuraba los cuidados intensivos del caso.
La noche experimentaba
una monótona calma hasta que escuchamos miles de vidrios estallar siete pisos
más abajo.
¡CRASH!
Igual al sonido de las
películas cuando rompen ventanales.
Lo que siguió al
estruendo vidriero fueron los alaridos de un hombre adulto.
Primero eran gritos lejanos
y urgentes. Pedía auxilio, gritaba
incoherencias.
Nos exaltamos de
inmediato.
Antes hemos escuchado
vidrios romperse en algún piso debajo sin mayores repercusiones.
Pero esta ocasión era diferente.
Los gritos empezaron a
subir de volumen. Se escuchaban en mi
ventana. Inundaban el edificio entero. Más
vidrios se rompían.
“Auxilio” – “Me querei
matar” – “me querei matar” – “un ladroun” - “au poliziaaa!”.
Así eran los gritos que
se suspendían a ratos. Eran alaridos
circulares. Iban y venían mientras más vidrios se rompían.
Tuve que mirar por la
ventana ya un poco más alarmado.
Lo vi.
Era un tipo con la
contextura de Curly de los Tres Chiflados.
Era calvo, con una panza grande y rocosa, lo que le daba un aspecto de
gorila.
Lo vi correr acercándose
a uno de los carros del estacionamiento del edificio.
“Auxilio” – “Me querei
matar” – “me querei matar” – repitió el hombre enloquecido.
Después dijo algo que me
hizo alejarme de la ventana y llamar a la policía: “eu trae pistola! Trae pistola!”
“me querei matar!”
La voz de la agente que
me atendió no sugería urgencia alguna. Era
como llamar a Estéreo Bahía.
Le expliqué todo con la
urgencia del caso: “Puede tratarse de un robo, alguien grita que lo van a matar”.
“Si, está bien. Gracias
por el reporte. Enviaremos al patrulla”.
La poca importancia en
la cadencia de la voz de la agente me hizo sospechar que ningún policía vendría
a mi calle; por donde todas las noches pasan con luces y sospechosa parsimonia los
nuevos carros que tiene la policía hoy.
Llamé a David para saber
dónde estaba. Ya venía en camino. Eran alrededor de las diez de la noche. El llamó
a Patricia que también venía en camino.
Mi teoría era que alguien
había atrapado a un ladrón y forcejeaba con éste o lo había dominado y requería
la intervención de la policía.
Mi preocupación era que David
y Patricia se encontraran con semejante espectáculo.
Les advertí máxima precaución.
En estos días uno nunca sabe.
Súbitamente los gritos se
fueron apagando como lo haría una llamarada.
Al rato solo se escuchaba un humo de voz.
Miraba por el balcón y
al menos diez curiosos miraban del lado opuesto de la acera hacia el
estacionamiento de mi edificio.
Vi llegar a mi hermano. Empecé a escuchar cómo el elevador subía y
bajaba.
Gilla me dijo “yo quiero
saber qué pasa”. Lo acordamos, era
momento de bajar. Cuando llegamos había
una conmoción estática.
Me asomé a la puerta que
da al estacionamiento. Ahí estaba el
hombre.
Estaba en el piso, ya
dominado por dos policías y un vecino.
Abrí la puerta y había una
mancha sangre a la altura de mi mano. Salí
por la puerta principal y entré por el estacionamiento.
Ya varios vecinos
estaban abajo también. El hombre aún
decía algunas palabras. Ya no gritaba. Balbuceaba. Estaba esposado y boca abajo en el piso.
Tenía sangre en la
cabeza, el rostro, las manos y la espalda.
Estaba descalzo y sin camisa solo vestía pantalones cortos de tela a
cuadros.
Los policías llegaban torpemente. Miraban al sujeto y decían claves por
radio.
Los vecinos más
conscientes les urgían por una ambulancia.
Era obvio que el hombre necesitaba atención médica ahora que se había
calmado.
Pero ninguna ambulancia
llegó. En su lugar otras dos patrullas
pasaron enfrente. Una se fue de
largo. Tuvieron que silbarle y hacerle
señas para que regresara. Echó para
atrás y se metió de recula en el estacionamiento.
A estas alturas las
orejas del infortunado empezaron a ponerse azules. Le quitaron las esposas y lo voltearon. Ningún policía hizo nada. Estaban ahí de pie.
El vecino que ayudó a
someterlo estaba preocupado.
“Ey no está respirando”
Lo abofeteaban. Le zarandeaban. Nada funcionaba. No regresaba en sí.
El mismo que advirtió
que no respiraba intentó revivirlo presionándole el pecho. Sus gritos ininteligibles serían sus últimas
palabras.
Una oficial se acercó al
hombre finalmente. Le limpió con un
trapo el rostro sangriento.
Puso el mismo trapo en
el piso para posar la rodilla.
Se agachó y empezó el
mismo procedimiento que el vecino había hecho.
Puso una mano sobre otra
y presionaba el pecho de aquel hombre arriba y abajo como si tratara de
destapar un desagüe.
Le alumbró los ojos con
una linterna. No regresó. Yo no podía
dar crédito: una persona se moría frente a nuestros ojos.
Gracias a la efectividad
de la respuesta policíaca la ambulancia nunca llegó. Tampoco ninguna persona del hotel contiguo –
de donde salió aquel hombre – se apareció en la escena.
Un tímido conserje
miraba desde lo lejos de la acera como si el asunto no fuera con él.
Los policías cargaron el
señor como un saco de papas a la parte trasera de pick-up patrulla.
Ahí quedamos los vecinos
viendo los estragos y dándonos nuestras teorías.
Una vecina agradecía a
dios que no se le ocurrió enviar a sus hijitas a buscar un paquete en su
carro. “Ellas no podrían con esto, es
muy pesado” dijo mientras levantaba un cartucho con cervezas.
Aquel hombre tiene
nombre y debe tener una historia.
El diario El Siglo
publicó una noticia el domingo “Italiano se volvió loco y murió”.
Decía que se trataba de Franchezco
Santorio y que tenía 46 años y de nacionalidad italiana.
Pero ningún otro
detalle.
Del modo como compuse la
historia con este último dato pude deducir lo que sigue:
Franchezco Santorio, un
italiano de 46 años, llegó a Panamá y se hospedó en el Hotel Las Huacas, justo
al lado de mi edificio.
Por una multiplicidad de
indicadores me inclino a pensar que consumió alguna droga que exteriorizó sus propios
demonios.
También pienso que pudo
sufrir de esquizofrenia o de algún episodio psicótico con alucinaciones.
La última de mis teorías
coloca a Franchezco (o Francesco como debe escribirse seguramente) en la
habitación de su hotel ignorando sus medicamentos para la paranoia e ingiriendo
licor combinado con drogas.
El resultado lo estaban
llevando en la parte trasera de una patrulla sin ningún tipo de atención médica
previa.
Santorio estaba en su
habitación cuando empezó a enloquecer. Fue
tranquilizado por uno o dos agentes de la policía dentro del hotel.
Pero algo pasó. Su cabeza explotó. Y atravesó con su corpulencia la puerta de
vidrio que da a la parte trasera del hotel.
Sintiéndose prisionero y
acosado al mismo tiempo escaló la pared de más de dos metros que divide el
hotel de mi edificio.
Cayó al estacionamiento
y continuó explayando su psicosis. Se montó
en la parte delantera del vehículo de una vecina y lo abolló con su peso.
Tomó un vidrio que
estaba posado en una pared y lo rompió. Los
pedazos los aventaba hacia los apartamentos.
Pedía ayuda a un
apartamento de la planta baja embarrando la puerta de sangre. Sus demonios lo acorralaron hasta que su
corazón se detuvo. Es todo lo que sé
hasta ahora.
¿Qué ocurrió de verdad? No
lo sabremos. ¿Qué pasaba por su mente cuando huía? También es un acertijo que
se llevó a la tumba.
Lo que más nos llamó la
atención es el descuido con que un hotel puede interesarse por sus clientes.
También el peligroso
riesgo de tener que ser socorrido por la policía. No esperes una ambulancia. Permanecerás tendido en el piso como un
animal antes de que alguien se apiade.
Regreso al principio.
La ciudad de Panamá debe
venir con un manual de uso y varias advertencias: “Si escoge nuestro destino
para enloquecer, recuerde que ninguna ayuda le será brindada. Bienvenido a
Panamá y que disfrute su estadía… tenga presente que esta puede ser la última”.