lunes, 19 de mayo de 2014

Manual de usuario para turistas salvajes y desafortunados


“ANUNCIO MASCULINO: Amigo turista, nacional o extranjero, si quieres divertirte en este paraíso exótico tropical, DROGATE CON CUIDADO Y OJO CON LAS PUTAS(OS) BARATAS(OS) Y EXTRAÑAS(OS)...Te robaran el alma y tus pertenencias. DESAHUEVATE!

Gracias.

Atte.
El No-Ministro de Turismo y Salud Hotelera
Arguel Calain

Después del episodio de este viernes de mayo pienso que la ciudad de Panamá debe venir con un manual o instrucciones de uso para los turistas salvajes. 

Las palabras de Arguel Calaín, creo, se acoplan a la perfección a un mensaje que vendría en una pequeña tarjeta para distribuirla a esos turistas que buscan, en este estrecho y sudoroso pedazo de tierra, un escape a su vida monótona de clima templado y seco.

Me refiero a un cúmulo específico de seres humanos rubicundos, rollizos, de rostros sanguíneos que con dos tragos empiezan a bailar la macarena a su salida de un casino a las seis de la mañana.

Hace diez años eran menos.  Hoy con el auge hotelero y el crecimiento de la oferta turística son más de los que uno acostumbraba ver por ahí.

No me refiero a los turistas más sanos – la mayoría – que saben hacer sus fiestas, ni a los visitantes con sus agradables familias o a las parejas de enamorados que generan negocios y se van con una buena impresión de la ciudad y sus recovecos.

Me dirijo específicamente a ese minúsculo grupo que no sabe sobrevivir una fiesta.

La ingesta desproporcionada de alcohol no es exclusiva de extranjeros locos con el pecho quemado.  En absoluto.  Los panameños somos expertos en sobrepasar la raya de lo admisible y cometemos imprudencias ilegales y torpes con resultados lamentables también.

Pero, no puedo pasar por alto lo que pasó este viernes.

Yo me sumergía en un episódico resfrío propio de la época.  El uso de medicinas había estropeado mi estómago.  El reposo era mandatorio y obligado.  

A mi lado Gilla Mey procuraba los cuidados intensivos del caso.

La noche experimentaba una monótona calma hasta que escuchamos miles de vidrios estallar siete pisos más abajo.

¡CRASH!

Igual al sonido de las películas cuando rompen ventanales.

Lo que siguió al estruendo vidriero fueron los alaridos de un hombre adulto.
Primero eran gritos lejanos y urgentes.  Pedía auxilio, gritaba incoherencias.

Nos exaltamos de inmediato.

Antes hemos escuchado vidrios romperse en algún piso debajo sin mayores repercusiones. 

Pero esta ocasión era diferente.

Los gritos empezaron a subir de volumen.  Se escuchaban en mi ventana. Inundaban el edificio entero.  Más vidrios se rompían.

“Auxilio” – “Me querei matar” – “me querei matar” – “un ladroun” - “au poliziaaa!”. 

Así eran los gritos que se suspendían a ratos.  Eran alaridos circulares. Iban y venían mientras más vidrios se rompían.

Tuve que mirar por la ventana ya un poco más alarmado.

Lo vi.

Era un tipo con la contextura de Curly de los Tres Chiflados.  Era calvo, con una panza grande y rocosa, lo que le daba un aspecto de gorila.

Lo vi correr acercándose a uno de los carros del estacionamiento del edificio.

“Auxilio” – “Me querei matar” – “me querei matar” – repitió el hombre enloquecido.

Después dijo algo que me hizo alejarme de la ventana y llamar a la policía: “eu trae pistola! Trae pistola!” “me querei matar!”

La voz de la agente que me atendió no sugería urgencia alguna.  Era como llamar a Estéreo Bahía.

Le expliqué todo con la urgencia del caso: “Puede tratarse de un robo, alguien grita que lo van a matar”.

“Si, está bien. Gracias por el reporte. Enviaremos al patrulla”.

La poca importancia en la cadencia de la voz de la agente me hizo sospechar que ningún policía vendría a mi calle; por donde todas las noches pasan con luces y sospechosa parsimonia los nuevos carros que tiene la policía hoy.

Llamé a David para saber dónde estaba.  Ya venía en camino.  Eran alrededor de las diez de la noche. El llamó a Patricia que también venía en camino. 

Mi teoría era que alguien había atrapado a un ladrón y forcejeaba con éste o lo había dominado y requería la intervención de la policía.

Mi preocupación era que David y Patricia se encontraran con semejante espectáculo.
Les advertí máxima precaución. En estos días uno nunca sabe.

Súbitamente los gritos se fueron apagando como lo haría una llamarada.  Al rato solo se escuchaba un humo de voz.

Miraba por el balcón y al menos diez curiosos miraban del lado opuesto de la acera hacia el estacionamiento de mi edificio.

Vi llegar a mi hermano.  Empecé a escuchar cómo el elevador subía y bajaba.

Gilla me dijo “yo quiero saber qué pasa”.  Lo acordamos, era momento de bajar.  Cuando llegamos había una conmoción estática.

Me asomé a la puerta que da al estacionamiento.  Ahí estaba el hombre.

Estaba en el piso, ya dominado por dos policías y un vecino.

Abrí la puerta y había una mancha sangre a la altura de mi mano.  Salí por la puerta principal y entré por el estacionamiento.

Ya varios vecinos estaban abajo también.  El hombre aún decía algunas palabras.  Ya no gritaba. Balbuceaba.  Estaba esposado y boca abajo en el piso.

Tenía sangre en la cabeza, el rostro, las manos y la espalda.  Estaba descalzo y sin camisa solo vestía pantalones cortos de tela a cuadros.

Los policías llegaban torpemente.  Miraban al sujeto y decían claves por radio. 

Los vecinos más conscientes les urgían por una ambulancia.  Era obvio que el hombre necesitaba atención médica ahora que se había calmado.

Pero ninguna ambulancia llegó.  En su lugar otras dos patrullas pasaron enfrente.  Una se fue de largo.  Tuvieron que silbarle y hacerle señas para que regresara.  Echó para atrás y se metió de recula en el estacionamiento.

A estas alturas las orejas del infortunado empezaron a ponerse azules.  Le quitaron las esposas y lo voltearon.  Ningún policía hizo nada.  Estaban ahí de pie.

El vecino que ayudó a someterlo estaba preocupado.

“Ey no está respirando”

Lo abofeteaban.  Le zarandeaban.  Nada funcionaba.  No regresaba en sí.

El mismo que advirtió que no respiraba intentó revivirlo presionándole el pecho.  Sus gritos ininteligibles serían sus últimas palabras.

Una oficial se acercó al hombre finalmente.  Le limpió con un trapo el rostro sangriento.
Puso el mismo trapo en el piso para posar la rodilla.

Se agachó y empezó el mismo procedimiento que el vecino había hecho.

Puso una mano sobre otra y presionaba el pecho de aquel hombre arriba y abajo como si tratara de destapar un desagüe.  

Le alumbró los ojos con una linterna.  No regresó. Yo no podía dar crédito: una persona se moría frente a nuestros ojos.

Gracias a la efectividad de la respuesta policíaca la ambulancia nunca llegó.  Tampoco ninguna persona del hotel contiguo – de donde salió aquel hombre – se apareció en la escena. 

Un tímido conserje miraba desde lo lejos de la acera como si el asunto no fuera con él.

Los policías cargaron el señor como un saco de papas a la parte trasera de pick-up patrulla.

Ahí quedamos los vecinos viendo los estragos y dándonos nuestras teorías.

Una vecina agradecía a dios que no se le ocurrió enviar a sus hijitas a buscar un paquete en su carro.  “Ellas no podrían con esto, es muy pesado” dijo mientras levantaba un cartucho con cervezas.

Aquel hombre tiene nombre y debe tener una historia.   

El diario El Siglo publicó una noticia el domingo “Italiano se volvió loco y murió”. 

Decía que se trataba de Franchezco Santorio y que tenía 46 años y de nacionalidad italiana. 

Pero ningún otro detalle.

Del modo como compuse la historia con este último dato pude deducir lo que sigue:

Franchezco Santorio, un italiano de 46 años, llegó a Panamá y se hospedó en el Hotel Las Huacas, justo al lado de mi edificio.

Por una multiplicidad de indicadores me inclino a pensar que consumió alguna droga que exteriorizó sus propios demonios. 

También pienso que pudo sufrir de esquizofrenia o de algún episodio psicótico con alucinaciones.  

La última de mis teorías coloca a Franchezco (o Francesco como debe escribirse seguramente) en la habitación de su hotel ignorando sus medicamentos para la paranoia e ingiriendo licor combinado con drogas.

El resultado lo estaban llevando en la parte trasera de una patrulla sin ningún tipo de atención médica previa.

Santorio estaba en su habitación cuando empezó a enloquecer.  Fue tranquilizado por uno o dos agentes de la policía dentro del hotel.

Pero algo pasó.  Su cabeza explotó.  Y atravesó con su corpulencia la puerta de vidrio que da a la parte trasera del hotel.

Sintiéndose prisionero y acosado al mismo tiempo escaló la pared de más de dos metros que divide el hotel de mi edificio. 

Cayó al estacionamiento y continuó explayando su psicosis.  Se montó en la parte delantera del vehículo de una vecina y lo abolló con su peso.

Tomó un vidrio que estaba posado en una pared y lo rompió.  Los pedazos los aventaba hacia los apartamentos. 

Pedía ayuda a un apartamento de la planta baja embarrando la puerta de sangre.  Sus demonios lo acorralaron hasta que su corazón se detuvo.  Es todo lo que sé hasta ahora.

¿Qué ocurrió de verdad? No lo sabremos. ¿Qué pasaba por su mente cuando huía? También es un acertijo que se llevó a la tumba.

Lo que más nos llamó la atención es el descuido con que un hotel puede interesarse por sus clientes.

También el peligroso riesgo de tener que ser socorrido por la policía. No esperes una ambulancia.  Permanecerás tendido en el piso como un animal antes de que alguien se apiade.

Regreso al principio.


La ciudad de Panamá debe venir con un manual de uso y varias advertencias: “Si escoge nuestro destino para enloquecer, recuerde que ninguna ayuda le será brindada. Bienvenido a Panamá y que disfrute su estadía… tenga presente que esta puede ser la última”.