miércoles, 20 de noviembre de 2013

Un festival para beber Jazz

El Festival de Jazz de Panamá es ese momento en el espacio en donde fluye una miríada de virtuosos – que muchas veces no conozco – pero que cargan con asombrosos currículums que desembocan siempre en Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Miles Davis y John Coltrane.

En los últimos años, quizás haya escuchado mencionar el nombre de algunos de los músicos principales, y en otros agradables accidentes, me he topado con su música en una que otra instancia.

Muchas veces me he confundido con los nombres de los artistas: La primera escuché de Patitucci pensé que se trababa de Petrucci.

Puedo decir con absoluta franqueza que este festival me es familiar únicamente por el sentimiento de orgullo producido por su gestor principal, Danilo Pérez, y su exacerbada obsesión por la música.

Siempre me divierto a granel asistiendo a un espectáculo en donde la música es ejecutada con rabiosa perfección.

Así es como en otros años tomo mi asiento en un centro de convenciones con mi achurrado programa en el bolsillo y luego de unas cuantas cervezas, me desentiendo de las convenciones de la música que escucho siempre, y disfruto del enredo sonoro que sucede en el escenario.

La última vez estuvo incluso mejor: La experiencia se desbordaba en todas direcciones mientras yo yacía sobre la verdosa yerba, en un espacio abierto con acceso a interminables ríos de licor.  

La música alcanzaba grados de sublimidad haciéndole cosquillas a mi cerebro desconectado más y más de la realidad a cada nota.

Es un placer deleitarte con improvisaciones, experimentaciones, músicos arriesgados y obsesionados con la creación de experiencias sonoras que a mis oídos algunas veces resultan incomprensibles, más no desagradables. ¿Y qué importa si no recuerdo sus nombres al cabo de su ejecución?

Y cuando alguna composición o ejecución se me antoja desafortunada o demasiado lánguida para mi gusto, ya sé que es hora de ir al baño o buscar otro trago.

Este año – de nuevo – una fila de músicos internacionales que no conozco desfila en el festival de Jazz.  Muchos de ellos, tal vez, maestros de quienes yo idolatro. 

Y en medio de ese menjunje de músicos aparece de pronto en el cartel de los locales: Sr. Loop. 

No mencionaría este elemento si no hubiese generado escozor en las pueriles redes sociales en donde se robustece la sensiblería y se idolatra la erudición “wikipediana”.

Aparentemente resulta indignante que este grupo de músicos se suba al escenario del sacrosanto festival.  Alabado festival. Intocable festival.  

Entonces le disparan al festival de jazz.  Le acusan de rengo, vendido al comercio y abierto a una pléyade de “wanna-be’s”  y “posers” que “no saben de música y solo van porque no hay nada que hacer”.

Pausa: Por alguna razón indicar la existencia de seres que atienden a eventos musicales en un fracasado intento por aparentar “ser” otra persona es bien visto en redes sociales y acarrea aplausos inaudibles. 

Este es el equivalente a residir en un púlpito cual juez capaz de identificar impostores de géneros musicales y recibir con beneplácito los vítores de un cúmulo de fanáticos que, entre alaridos tabernarios, lapida a los culpables.

A mi juicio, se trata de música.  Nada más y nada menos.

Uno atiende a un concierto o a un festival a escuchar la música sin prestar atención a los cientos o miles de otros desconocidos que estén en el público.  Es gracioso y hasta enternecedor escuchar "amenazas" como: “no pienso ir a ese festival porque estará lleno de ´wannabes’”.  

Yo me pregunto: ¿Y a quién le interesa si no vas? ¿Cancelan conciertos porque falte una, dos o tres personas? 

Yo nunca he escuchado esto: “Los organizadores queremos darles nuestras más sinceras disculpas a las 5.000 personas que están aquí y a todos los músicos y patrocinadores, ya que tendremos que cancelar el festival de este año debido a que no contaremos con la vital participación de diez personas que anunciaron en redes sociales que no estarían con nosotros”.

Este año de seguro estaré en medio de la marejada de gente y me sentaré a escuchar con tranquilidad a aquellos artistas que sean de mi gusto – aunque no conozca más que a dos o tres en todo ese festival de Jazz.  

Disfrutar de la música es un placer autónomo sufragado a perpetuidad por mis caprichos, y no tiene que ver mucho con cuántos nombres del cartel de artistas me sepa.

Para mí tiene más valor un neófito sorprendido con un solo de piano o batería (que puede se interese en aprender), a un "experto" quejumbroso que se pierde el espectáculo por mirar con desdén a quienes están a su lado.