El Festival de Jazz de
Panamá es ese momento en el espacio en donde fluye una miríada de virtuosos – que
muchas veces no conozco – pero que cargan con asombrosos currículums que
desembocan siempre en Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Miles Davis y John Coltrane.
En los últimos años,
quizás haya escuchado mencionar el nombre de algunos de los músicos
principales, y en otros agradables accidentes, me he topado con su música en
una que otra instancia.
Muchas veces me he
confundido con los nombres de los artistas: La primera escuché de Patitucci pensé
que se trababa de Petrucci.
Puedo decir con absoluta franqueza que este festival me es familiar únicamente por el sentimiento de orgullo producido por su gestor principal, Danilo Pérez, y su exacerbada obsesión por la música.
Siempre me divierto a
granel asistiendo a un espectáculo en donde la música es ejecutada con rabiosa
perfección.
Así es como en otros
años tomo mi asiento en un centro de convenciones con mi achurrado programa en
el bolsillo y luego de unas cuantas cervezas, me desentiendo de las
convenciones de la música que escucho siempre, y disfruto del enredo sonoro
que sucede en el escenario.
La última vez estuvo
incluso mejor: La experiencia se desbordaba en todas direcciones mientras yo
yacía sobre la verdosa yerba, en un espacio abierto con acceso a interminables ríos
de licor.
La música alcanzaba
grados de sublimidad haciéndole cosquillas a mi cerebro desconectado más y más de la realidad a cada nota.
Es un placer deleitarte
con improvisaciones, experimentaciones, músicos arriesgados y obsesionados con
la creación de experiencias sonoras que a mis oídos algunas veces resultan
incomprensibles, más no desagradables. ¿Y qué importa si no recuerdo sus nombres
al cabo de su ejecución?
Y cuando alguna
composición o ejecución se me antoja desafortunada o demasiado lánguida para mi
gusto, ya sé que es hora de ir al baño o buscar otro trago.
Este año – de nuevo –
una fila de músicos internacionales que no conozco desfila en el festival de Jazz. Muchos de ellos, tal vez, maestros de quienes
yo idolatro.
Y en medio de ese menjunje de músicos aparece de pronto en el cartel de los locales: Sr. Loop.
No mencionaría este
elemento si no hubiese generado escozor en las pueriles redes sociales en donde
se robustece la sensiblería y se idolatra la erudición “wikipediana”.
Aparentemente resulta
indignante que este grupo de músicos se suba al escenario del sacrosanto festival. Alabado festival. Intocable festival.
Entonces le disparan al festival de jazz. Le acusan de rengo, vendido al comercio y
abierto a una pléyade de “wanna-be’s” y “posers”
que “no saben de música y solo van porque no hay nada que hacer”.
Pausa: Por alguna razón
indicar la existencia de seres que atienden a eventos musicales en un fracasado
intento por aparentar “ser” otra persona es bien visto en redes sociales y
acarrea aplausos inaudibles.
Este es el equivalente a
residir en un púlpito cual juez capaz de identificar impostores de géneros
musicales y recibir con beneplácito los vítores de un cúmulo de fanáticos que, entre alaridos tabernarios, lapida a los culpables.
A mi juicio, se trata de música. Nada más y nada menos.
Uno atiende a un concierto
o a un festival a escuchar la música sin prestar atención a los cientos o miles
de otros desconocidos que estén en el público. Es gracioso y hasta
enternecedor escuchar "amenazas" como: “no pienso ir a ese festival porque
estará lleno de ´wannabes’”.
Yo me pregunto: ¿Y a
quién le interesa si no vas? ¿Cancelan conciertos porque falte una, dos o tres
personas?
Yo nunca he escuchado esto: “Los organizadores queremos darles
nuestras más sinceras disculpas a las 5.000 personas que están aquí y a todos
los músicos y patrocinadores, ya que tendremos que cancelar el festival de este
año debido a que no contaremos con la vital participación de diez personas que
anunciaron en redes sociales que no estarían con nosotros”.
Este año de seguro
estaré en medio de la marejada de gente y me sentaré a escuchar con
tranquilidad a aquellos artistas que sean de mi gusto – aunque no conozca más
que a dos o tres en todo ese festival de Jazz.
Disfrutar de la música
es un placer autónomo sufragado a perpetuidad por mis caprichos, y no tiene que ver mucho con cuántos nombres del
cartel de artistas me sepa.
Para mí tiene más valor un neófito sorprendido con un solo de piano o batería (que puede se interese en aprender), a un "experto" quejumbroso que se pierde el espectáculo por mirar con desdén a quienes están a su lado.