Quien
haya dicho que París es la ciudad del amor quizás nunca ha estado en el D.F.
Los
parques son el lugar menos común en donde las personas se besan y se besan y se
vuelven a besar y se tocan en público y se aprietan y se pierden en sus ojos
diminutos absortos el uno con el otro o la otra.
Estaban
en todas partes: En inverosímiles taquerías, al borde de una acerca, en los
museos, fuera de las casas de cambio, en el metro y sus atestados pasillos, en
las estaciones de autobús, en la lucha libre, en las pirámides del sol y la
luna, en los almacenes, afuera y dentro de los bares más elocuentes y también
en el peligroso borde del andén del tren subterráneo y al lado de un basurero y
dentro de cabinas telefónicas y en los techos y los bares y en el cielo y los
jardines y debajo del agua en fiel cumplimiento a la quimera hippie del “hacer
el amor no la guerra”.
No
importaba hacia donde plantabas los ojos había una pareja mexicana besándose, o
más bien intercambiando las huellas de sus papilas gustativas.
Nosotros
no acostumbrados a tanto amor al principio nos horrorizamos, por aquella
deformación común de nuestra pánfila sociedad que nos dicta que debemos ocultar
los besos del ojo público y buscar furtivas habitaciones o tradicionales parques; pero a
medida que pasaban los días saltaban a la vista al menos un centenar de
besucones sobándose y comiéndose ahí frente a ti, ante lo cual la única salida era dejarlos ser.
Se
podría decir que el D.F. es un enorme besódromo y que la ciudad misma exuda
besos y que sus calles fueron pavimentadas con el PH de la saliva de sus
millones de habitantes besucones y que son ellos los mexicanos los que deben
llevar algún tipo de récord mundial de besos apasionados.
No solo era el cáustico beso del adiós a la hora de la despedida ni el tierno
“te quiero llévate esto” que se dan los novios casualmente; no, aquellos besos
eran lecciones – más bien – cátedras gratuitas de cómo llegar a lo que los
norteamericanos llaman “segunda base”.
Los
géneros y las edades de los besucones varían. Aunque
mayormente eran chiquillos y jóvenes los que vi arremeter esta práctica,
también fue común encontrarme con parejas más adultas juguetear cual
quinceañeros desbordados el uno por el otro rebajándose la edad mágicamente con
el grado de pasión que impregnaban a sus ósculos.
Mi viaje al D.F. era parte de un contubernio con mi hermano David, y los cómplices usuales Electric Lady y Locksmith.
Mi viaje al D.F. era parte de un contubernio con mi hermano David, y los cómplices usuales Electric Lady y Locksmith.
La
idea primigenia había sido cumplir con una cita de heavy metal a cargo de dos
titanes: Mötley Crüe y Kiss.
Pero
al mismo tiempo quisimos planear una estadía de al menos siete días para
degustar la cálida hiel del pueblo azteca. Poco sabíamos entonces de que nos enfrentaríamos a la paquidérmica capital del beso. Cada noche que salíamos a caminar nos topábamos con el fenómeno.
Una noche, absortos por el espíritu de aquella práctica, fui guiado por las bromas de David a caminar por las aceras de la Zona Rosa del DF junto a Locksmith creando la impresión de que me unía algún tipo de laso
no familiar y más allá de la amistad homo-erótica, lo cual fue celebrado
elocuentemente por Electric Lady y David. La broma era cuanto más graciosa porque en esta parte de la ciudad es más lógico concluir que dos hombres son pareja antes de discernir a simple vista de que se trata de cuatro turistas, una pareja y dos amigos. A nosotros no pudo más que causarnos gracia la broma después de una alegre protesta al respecto.
Y
caminando de noche por esa Zona Rosa noté entonces una exacerbación de la práctica del beso
público (léase bien y no confunda con vello púbico) de cientos de personas en
la calle.
La
diferencia es que aquí la mayoría eran parejas del mismo sexo amparados por
carteles legales que justamente resguardan la diversidad sexual o lo que es lo
mismo, la preferencia de cada individuo de escoger pareja para el apareamiento
o el entretenimiento.
Ver
tan de cerca este espectáculo a los que uno no está acostumbrado es impresionante a lo mínimo.
Pero
la cadencia de los días, el clima, la calidez natural de los mexicanos y su
incomparable amabilidad y cortesía, además del colorido carisma del arte popular y sus artesanías fueron amainando aquella sensación de
rigidez haciéndome partidario de una suerte de leseferismo en mi condición de
organismo exógeno de aquella realidad.
La
otra característica de esta monumental urbe es que huele a comida.
Al
igual que los besos, no importa en donde te encuentres, ni hacia donde respires
o qué tan lejos de una cocina te encuentres: siempre huele a comida.
El
olor de tacos, gorditas, mole, elotes, tortillas de maíz, carnitas, sopes y tortas anulan
el efecto del tristemente célebre "smog" y ponen en segundo plano cualquier elemento de la
atmósfera inundándote los pulmones de su olor.
Salías
del vagón del metro y ahí empezaba el olor a comida.
El
problema era que indistintamente de si acababas de almorzar, ese olor
omnipresente generaba nuevamente la sensación de una incipiente hambre.
Era
como tirar el reloj atrás y que tu memoria estomacal se borrara abriendo
espacio para más y nueva comida.
Es
difícil probar un platillo mexicano que no te guste. Cocinan muy bien y en abundancia y lo venden
barato. Además con el paso de los días te haces cada vez más inmune al picante, aunque ignores el hecho de que su consumo en demasía reproducirá la furia del volcán Popocatépetl en tu trasero.
Quizás
por eso la obesidad se volvió un problema de salud en ese país. ¡¿Pero cómo evitarlo si las nubes parecen
creadas por el humo de una taquería?!
Esta
permanente atmósfera culinaria tuvo a Locksmith en una desquiciada e involuntaria búsqueda por
alimentos a cualquier hora.
Nosotros
urdimos algunas chanzas a su costa comparándolo con un heroinómano de apetito
incontrolable cuyo estómago era semejante a un barril sin fondo.
Pero
entonces todos también caíamos en la tentación y terminábamos metiéndonos en
algún restaurante o abriéndonos paso entre el océano de besucones para degustar
el verdadero sabor de México.
Nosotros
tuvimos una experiencia única en el D.F. – una de las capitales del mundo –
porque de una u otra forma descubríamos una oportunidad de reírnos de
innumerables situaciones y experiencias díscolas en los sitios más improbables
rodeados de gente que se besa y el inconfundible olor a comida.