lunes, 8 de octubre de 2012

México D.F. huele a comida y la gente se besa en todos lados

México D.F. huele a comida y la gente se besa en cualquier esquina.
Quien haya dicho que París es la ciudad del amor quizás nunca ha estado en el D.F.
Los parques son el lugar menos común en donde las personas se besan y se besan y se vuelven a besar y se tocan en público y se aprietan y se pierden en sus ojos diminutos absortos el uno con el otro o la otra.
Estaban en todas partes: En inverosímiles taquerías, al borde de una acerca, en los museos, fuera de las casas de cambio, en el metro y sus atestados pasillos, en las estaciones de autobús, en la lucha libre, en las pirámides del sol y la luna, en los almacenes, afuera y dentro de los bares más elocuentes y también en el peligroso borde del andén del tren subterráneo y al lado de un basurero y dentro de cabinas telefónicas y en los techos y los bares y en el cielo y los jardines y debajo del agua en fiel cumplimiento a la quimera hippie del “hacer el amor no la guerra”. 
No importaba hacia donde plantabas los ojos había una pareja mexicana besándose, o más bien intercambiando las huellas de sus papilas gustativas.  
Nosotros no acostumbrados a tanto amor al principio nos horrorizamos, por aquella deformación común de nuestra pánfila sociedad que nos dicta que debemos ocultar los besos del ojo público y buscar furtivas  habitaciones o tradicionales parques; pero a medida que pasaban los días saltaban a la vista al menos un centenar de besucones sobándose y comiéndose ahí frente a ti, ante lo cual la única salida era dejarlos ser.
Se podría decir que el D.F. es un enorme besódromo y que la ciudad misma exuda besos y que sus calles fueron pavimentadas con el PH de la saliva de sus millones de habitantes besucones y que son ellos los mexicanos los que deben llevar algún tipo de récord mundial de besos apasionados.
No solo era el cáustico beso del adiós a la hora de la despedida ni el tierno “te quiero llévate esto” que se dan los novios casualmente; no, aquellos besos eran lecciones – más bien – cátedras gratuitas de cómo llegar a lo que los norteamericanos llaman “segunda base”.
Los géneros y las edades de los besucones varían.  Aunque mayormente eran chiquillos y jóvenes los que vi arremeter esta práctica, también fue común encontrarme con parejas más adultas juguetear cual quinceañeros desbordados el uno por el otro rebajándose la edad mágicamente con el grado de pasión que impregnaban a sus ósculos.  
Mi viaje al D.F. era parte de un contubernio con mi hermano David, y los cómplices usuales Electric Lady y Locksmith. 
La idea primigenia había sido cumplir con una cita de heavy metal a cargo de dos titanes: Mötley Crüe y Kiss. 
Pero al mismo tiempo quisimos planear una estadía de al menos siete días para degustar la cálida hiel del pueblo azteca.  Poco sabíamos entonces de que nos enfrentaríamos a la paquidérmica capital del beso.  Cada noche que salíamos a caminar nos topábamos con el fenómeno.
Una noche, absortos por el espíritu de aquella práctica, fui guiado por las bromas de David a caminar por las aceras de la Zona Rosa del DF junto a Locksmith creando la impresión de que me unía algún tipo de laso no familiar y más allá de la amistad homo-erótica, lo cual fue celebrado elocuentemente por Electric Lady y David.  La broma era cuanto más graciosa porque en esta parte de la ciudad es más lógico concluir que dos hombres son pareja antes de discernir a simple vista de que se trata de cuatro turistas, una pareja y dos amigos.  A nosotros no pudo más que causarnos gracia la broma después de una alegre protesta al respecto.
Y caminando de noche por esa Zona Rosa noté entonces una exacerbación de la práctica del beso público (léase bien y no confunda con vello púbico) de cientos de personas en la calle. 
La diferencia es que aquí la mayoría eran parejas del mismo sexo amparados por carteles legales que justamente resguardan la diversidad sexual o lo que es lo mismo, la preferencia de cada individuo de escoger pareja para el apareamiento o el entretenimiento.
Ver tan de cerca este espectáculo a los que uno no está acostumbrado es impresionante a lo mínimo.
Pero la cadencia de los días, el clima, la calidez natural de los mexicanos y su incomparable amabilidad y cortesía, además del colorido carisma del arte popular y sus artesanías fueron amainando aquella sensación de rigidez haciéndome partidario de una suerte de leseferismo en mi condición de organismo exógeno de aquella realidad.
La otra característica de esta monumental urbe es que huele a comida.
Al igual que los besos, no importa en donde te encuentres, ni hacia donde respires o qué tan lejos de una cocina te encuentres: siempre huele a comida.
El olor de tacos, gorditas, mole, elotes, tortillas de maíz, carnitas, sopes y tortas anulan el efecto del tristemente célebre "smog" y ponen en segundo plano cualquier elemento de la atmósfera inundándote los pulmones de su olor.
Salías del vagón del metro y ahí empezaba el olor a comida.
El problema era que indistintamente de si acababas de almorzar, ese olor omnipresente generaba nuevamente la sensación de una incipiente hambre.
Era como tirar el reloj atrás y que tu memoria estomacal se borrara abriendo espacio para más y nueva comida.
Es difícil probar un platillo mexicano que no te guste.  Cocinan muy bien y en abundancia y lo venden barato.  Además con el paso de los días te haces cada vez más inmune al picante, aunque ignores el hecho de que su consumo en demasía reproducirá la furia del volcán Popocatépetl en tu trasero.
Quizás por eso la obesidad se volvió un problema de salud en ese país.  ¡¿Pero cómo evitarlo si las nubes parecen creadas por el humo de una taquería?!
Esta permanente atmósfera culinaria tuvo a Locksmith en una desquiciada e involuntaria búsqueda por alimentos a cualquier hora. 
Nosotros urdimos algunas chanzas a su costa comparándolo con un heroinómano de apetito incontrolable cuyo estómago era semejante a un barril sin fondo.
Pero entonces todos también caíamos en la tentación y terminábamos metiéndonos en algún restaurante o abriéndonos paso entre el océano de besucones para degustar el verdadero sabor de México.
Nosotros tuvimos una experiencia única en el D.F. – una de las capitales del mundo – porque de una u otra forma descubríamos una oportunidad de reírnos de innumerables situaciones y experiencias díscolas en los sitios más improbables rodeados de gente que se besa y el inconfundible olor a comida.