lunes, 16 de julio de 2012

La vez que pasé un mes en una sola noche de fiesta

La vez que pasé un mes en una sola noche de fiesta.
Empezamos temprano.
Eran las tres de la tarde cuando mis dedos acariciaban una helada botella de cerveza.
Había sol y al mismo tiempo una llovizna perezosa asomaba y se escondía sin mucho alboroto.
Era día de rock.
Nos reunimos como de costumbre en el punto de partida y meta de mis fiestas: el balcón de mi apartamento. Esa perenne extensión de cemento y mosaicos con vista privilegiada hacia varios puntos de la ciudad que nos une y a la vez nos separa del resto del universo.
Partimos a las cuatro hacia Amador.
Llegamos a un cuadrante al borde del mar que resumía festividad de manera absurda.
Teníamos boletos que se transformaron en cintillos en nuestras muñecas.
Pasamos adentro.
Nos dieron ocho boletos para beber cervezas.
Las miradas incrédulas se chocaban entre sí. El reclamo fue inminente e inmediato.
"¡Se supone que esto era un open cerveza! ¿Acaso solo nos darán ocho cervezas? ¡¿Y después tenemos que pagar?!"
No era así.
Los boletos eran para efectos de contabilización.
Una vez que los canjearas todos por cervezas te darían más.
Al final de la noche no importó porque no pedían más boletos. Uno sencillamente metía la mano en las tinas repletas de hielo y adiós.
El show empezó a las seis.
Había música propia y había rock clásico interpretado por músicos muy buenos.
A medida que transcurrían las horas y el licor aquel sitio al final de la Calzada de Amador se iba llenando a niveles peligrosos.
"Esto es una gran bomba de tiempo" me dijo Tony.
Tenía razón.
Eran las siete y ya me sentía ebrio.
Tuve que parar de beber una media hora al menos si quería durar más tiempo de pie.
Después todo escaló rápido.
Estábamos al frente de uno de los dos escenarios en medio de la sudorosa multitud alocada por el alcohol.
La música los excitaba.
Los cuerpos se golpeaban unos con otros.
El frenético y desquiciado baile del rock alcanzaba la plenitud.
La policía miraba absorta el espectáculo sin saber si separar la enardecida masa de adolescentes o sencillamente permanecer en la esquina rogando porque ninguno se matara.
El final empezó a divisarse cuando dejaron de regalar licor.
La última banda, un ensamblado norteamericano de viejos músicos, daba el cierre definitivo.
En ese ensamblaje estaba Chuck Wright. Bajista de sesión gigantesco que grabó a principio de los ochenta algunas de las canciones de uno de los discos que me hizo escuchar rock: Metal Health de Quiet Riot.
Cuando dijeron adiós y la seguridad empezó a empujarlos a todos afuera yo me quedé.
Hablé con una chica y le dije que quería una foto con el señor Chuck.
Me lo concedió.
Me hice invisible y la policía no me sacó.
Al rato salió la leyenda me saludó y me recomendó tomar más fotos "just in case one more".
Le di las gracias por su trabajo y me fui.
La fiesta seguiría en otro bar. Casco Viejo. Covers interpretados impecablemente.
A las dos de la mañana hablaba llamé y confirmé que mis amigos estaban en otro bar; el otro que permite música en vivo: El Apartamento.
Faltaba una hora para la entrada en efecto de la Ley Zanahoria que reglamenta el tiempo que uno puede consumir licor.
Bebimos hasta que encendieron las luces.
Pensé que había pasado un mes entero.
No sé cuánto consumí. No me interesa. Al menos no caí rendido.
Me llevaron a casa y caí como un plomo.
Días así no pueden repetirse siempre o desaparecería.