Activado y con saldo: Con esta frase lapidaria de fácil comprensión, altamente fanfarrona y al
mismo tiempo de una sencillez que raya en la ignorancia popular, vuelvo a
escribir.
Lo dejé todo cuando
hace un par de meses entré en pánico.
Un médico sacó un
revólver y me lo puso en la frente.
Me
advirtió que sería cuestión de tiempo hasta que apretara el gatillo y todo por
cuanto había subsistido volaría por los aires.
Enfilé a mi casa con
una preocupación mayúscula y siguiendo las recomendaciones del galeno que me
había visto momentos antes.
De súbito absolutamente
todas las cosas y personas que me rodean tomaron otro cariz.
Me plantee la pregunta
universal de qué sucederá conmigo una vez que termine el camino.
¿Se estaba terminando
todo para mí?
¿Era este el final del trayecto? ¿En serio?
Postración mental absoluta.
Sí, entro en el
melodrama y la autosugestión absurda en grados mayúsculos en momentos
erráticos.
Embebido en esas
elucubraciones torpes y sin sentido llegó la gripe.
Curiosamente estaba
feliz de que aquella sensación de enfermedad no suponía mi final, sino una
puerta de salida hacia una suerte de liberación de preocupaciones previas.
Tomé mi tiempo y
esperé.
Estaba enfermo.
Mi universo fue mi
cama.
La fiebre iba y venía.
Me lo aguanté todo
bajo la advertencia de que algunas medicinas podrían disparar mi preocupación a
niveles peligrosos.
Seguí resistiendo.
Cambié mis hábitos
alimenticios a sugerencia médica. El té
sin azúcar se volvió mi adicción.
Si echara en una
piscina olímpica la cantidad de sopa que bebí en este período podría fácilmente
rebasarla.
Mi cerebro dejó de
plantearse torpezas. Y un día empecé a
sentirme mejor. La gripe no importaba.
Cada día todo se veía
más claro.
La gripe se alejó y como
el océano arrastró todos mis pensamientos.
Ahora quedé con el
cerebro en blanco.
No pienso en nada.
Y lo más importante:
Ya no pienso en nadie.
Me encontré con que
aquel muro que tenía impregnado de rayas sin sentido y manchones de todos colores
quedó de blanco mármol. Y me
regocijé.
Por primera vez en
muchos años – quizás desde mis días en la escuela secundaria – no me encontraba
en una situación semejante.
Lo que me quedaba era
seguir adelante.
Con los días reparé en
que había desprevenidamente dejado una sobrecarga de equipaje innecesario.
¿Qué pesaría más: mi
peso físico o mis preocupaciones? Creo que
lo segundo.
Luego, de súbito, el
médico guardó el arma. Ya no era necesaria
la amenaza y ahora podría continuar mi camino.
Y lo hice. Y lo hago.
Existen pocas cosas
que me interesen ahora mismo aparte de la música y la lectura.
Mi familia está ahí y
es el mejor soporte que exista jamás y por eso creo estoy más feliz aún.
No quiero cantar
victoria porque nunca me ha gustado cantar victoria antes de que termine un
partido.
Esto no ha
terminado.
Fue un primer medio tiempo
bastante difícil. Pero creo que este
cambio en la defensa, en las laterales y la delantera mantendrán a mi equipo a
flote.
Me he encontrado con
mucha gente desde que mejoré. Algunos reaccionan
sorprendidos al verme. Se alegran. Y yo también.
Alguien me preguntó: “¿Y
cómo te sientes?”
Y no dudé en usar
aquella frase que una vez vi impresa en el vidrio trasero de un taxi: “activado
y con saldo” – que no es más que otra forma de decir: “Estoy bien ¡Gracias!”.