lunes, 5 de marzo de 2012

Una semana de sobriedad total

El 26 de febrero llegué en estado etílico a la casa después de un día de fútbol, rock y cervezas. Entré dando tumbos. La casa estaba llena. Todos veían los premios Oscar.
Yo tenía una lata de cerveza en la mano.
La dejé en una mesa.
Empecé un monólogo sobre una cueva a la que muchos expedicionarios han entrado a través de la historia, y que en esa cueva huele a sardinas pero sus paredes son de queso.
“Una cueva de queso que huele a sardinas! Y si pasas el dedo por una pared te salen grumos blancos como si lo metieras en un café con Cremora”.
Y me reí solo porque se trata de un símil terriblemente desagradable.
Sin despedirme de nadie me fui a dormir.
Por una decisión aleatoria y por aquel principio que indica que debes ser escandalosamente impredecible decidí que un buen día dejaría de beber por un mes.
Los motivos de salud pesaron sobre el cuando acometer la misión.
Así que había decidido que un lunes dejaría de beber.
Ese lunes fue el 27 de febrero.
Pero no le dije a nadie.
Me fui a dormir como lo había hecho cientos de noches antes: ebrio.
No sería una tarea fácil y estaría llena de obstáculos.
Pero había una manera de lograrlo si pasaba algunas pruebas.
En mi cabeza las cosas funcionaban de la siguiente manera: si lograba pasar del miércoles cuando jugaba la selección mayor de fútbol de Panamá vs. Paraguay, habría superado la primera prueba. Si paso el viernes (me decía) habré pasado la segunda puerta.
Si sobrevivo el fin de semana, lo habré logrado y podré sostenerme por el período que me puse de meta: un mes.
El miércoles, día del partido de fútbol, había amigos y cervezas. Más cervezas que amigos naturalmente.
El juego terminó. Perdimos uno a cero. Y sobraron las cervezas.
Al menos un six pack y medio de heladas cervezas verdes en lata flotando en la nevera, pobres desamparadas resultado de mis reflexiones. Esa era la cantidad que me habría tomado durante el partido de fútbol.
Con sorpresa algunos en mi círculo personal me miraban y preguntaban “¿en serio?”.
Cuando llegó el viernes fuimos a cenar y después a la licorería porque El3ctric Lady se iba a hacer su primer tatuaje. Una obra maestra debo admitir.
Ese día se uniría un grupo de nosotros para darle apoyo moral incondicional a su dolor al ritmo de rock, otro partido de fútbol (esta vez entre las selecciones femeninas de Panamá y Cuba en donde ganamos monumentalmente 2-1) y nuestras clásicas conversaciones y elucubraciones humorísticas.
Amanecí el sábado en completa sobriedad. La primera vez en mucho, mucho tiempo.
Sin dolor de cabeza y con una energía inexplicable, además de un humor espléndido.
No daba crédito a lo que pasaba.
Entendía perfectamente las líneas y circunferencias alrededor. Todo se mostraba mucho más claro, el aire era más fresco y por dentro un motor empezaba a dar vueltas a algunos engranajes en mi cerebro que parecían estar dormidos al menos por una década.
Me desperté solamente para preparar café y sentarme a leer midiendo exactamente el tiempo en que debía empezar a hacer mis cosas del día. Una de ellas era trabajar en la instalación de unas toldas para un festival de reciclaje con música en vivo. No tenía que quedarme todo el día, así que ya a mediodía disfruté de un almuerzo delicioso y una tarde para empezar a grabar guitarras de dos temas de nuestro primer disco.
Más cerveza en la nevera. Menos para mí. Otro aspecto impresionante es que yo no sentía ni las más mínimas ganas de abrir una.
A las 5.30 de la tarde Pedro terminó todas las guitarras y para celebrar Abraham propuso Taberna 21.
Nos fuimos. Ordenamos paella. Pero como tuve que cruzar al Parque de la Vía Argentina para ahora desmontar las toldas de la mañana, para cuando regresé ya no había paella. Otros comensales – mis amigos – aprovecharon la oportunidad. No hay problema. Ordené aceitunas, papas a la brava y arañitas. Todos en la mesa pidieron una ronda de cervezas.
“Joven... a mi me trae una giner-ale”.
Todos se rieron. Parecía una broma.
Hasta yo me reí.
Me trajeron la soda en una lata y un vaso con hielo aparte.
De todas las posibilidades imaginables, de todas las veces que alguna vez he abierto una soda o una cerveza en lata esta fue la más sorpresiva e impactante: ¡la lata estalló en mis manos!
Chorros y chorros sin parar de soda salían a borbotones de la diminuta lata.
Parecía salido de una caricatura. También daba la impresión de que había más líquido del que la lata podía contener.
“Joven!!! Joven oiga mireee!!!” – grité mientras me retiraba hacia atrás de la mesa pero con la soda que seguía desparramándose por todas partes. Fue la venganza de tantas cervezas negadas. Todas conspiraron en la mesa para lograr ese atentado, estoy seguro.
De vuelta a la casa nadie bebió. A las 9:45 p.m. mis huesos descansaban en cama.
El domingo, era la última frontera de la máxima prueba de abstinencia: nueva grabación, esta vez era para el bajo de Maelo y mi voz.
Yo no pensé que era capaz de cantar o más bien de gritar a los niveles que lo hice sin un solo trago de alcohol.
En experiencias anteriores – tanto en vivo como en estudio – siempre había contado con el aliciente universal, la vieja compañía de la botella verde u oscura, del vino o del güisqui o del ron o incluso el tequila. Pero no esta vez.
Nuevamente la energía de aquella claridad de los días de sobriedad tomó el control.
La adrenalina corría por mis venas. Corrí frenéticamente en el pasillo a mi habitación donde David ubicó el micrófono y audífonos.
Antes del primer tema salté agitando los brazos desaforadamente como si tratara de hacer señales a un avión desde una isla desierta en la que salvé la vida después de un naufragio.
Yo sudaba como si acabara de llegar a de una maratón segundos antes de escuchar la voz que me indicaba en los audífonos: “¿Ya? ¿Estás listo?”.
Y lo hice. Grabé los dos temas uno detrás de otros y agregaba voces y alcanzaba notas que no imaginaba posibles en mi registro.
Cuando terminó todo me acerqué a Abraham y se lo dije: “no pensé que era capaz de hacer eso sin licor”. El solo me abrazó.
Cuando me fui a dormir escuché las canciones recién grabadas al menos treinta veces.
Estaba muy satisfecho con el resultado. Y miraba hacia la oscuridad. Y ahí imaginaba una forma no humana en medio de mi habitación que me indicaba que de eso se trataba la lucidez de la sobriedad y de que durante el período en que permaneciera así encontraría elementos nuevos por todas partes. Escuché los temas de otras bandas y empecé a reconocer instrumentos, voces, movimientos y estructuras que ignoraba que existían a pesar de haber escuchado esos mismos temas cientos de veces ebrio.
La voz de aquella forma extraña tenía razón. Algo advertí en ese momento: aquellas frustraciones, tristezas, somnolencias y elucubraciones internas que me aquejaban se desvanecieron por completo con el transcurso de los días.
No más bofetadas de ninguna clase. Ninguna “realidad dura” que se me ofrecía dejándome en estados de postración mental. Nada más que la absoluta seguridad de la sobriedad. ¡Impresionante! ¿De qué me preocupaba? ¿Cuál era aquel efluvio de soledad que se mostraba en cada esquina de mis ideas? Sea lo que fuere, ahora desapareció lapidado bajo el mazo de la lucidez. Volveré a beber, de eso estoy seguro, pero como me lo planteé, será en un mes.
Mientras tanto, seguiré escuchando la voz y disfrutando los gestos de aquella forma extraña que me augura la aparición de más líneas en el universo donde habito.