miércoles, 4 de enero de 2012

Se acabó un año. Empezó otro.

Cuesta creerlo, pero no realmente.
Se terminó otro año.
Existieron muchas diferencias del modo como me encontré el 2012 con relación a años anteriores; más bien, con relación a todos los años anteriores.
No escuché ni vi absolutamente ningún fuego artificial.
No vi ninguna luz en el cielo.
Ni siquiera salí del bar donde me encontraba con la curiosidad infantil de observar con pecho henchido de esperanzas y resoluciones la explosión de alegría en el firmamento pensando “este será un buen año, este sí será un buen año”.
No, eso no pasó.
Este año me quedé en mi silla y di un largo sorbo a una helada cerveza. Y la banda de mi hermano empezó a tocar una deliciosa sesión de rock que terminaría pasadas las 4:00 a.m. No pensé entonces en cómo será el resto del año y no lo he hecho aún. Ni tengo ánimos de hacerlo.
Por dentro no llevo esperanzas, ni resoluciones, ni sensaciones de grandes cambios. Veo sin embargo una carretera desértica y sin letreros ni poblados cercanos y me imagino que a eso debo llamarle de alguna manera futuro, y quien se debe encargar de llenar los espacios en blanco no es otra persona que yo mismo.
Sin desasosiego miro al 2011.
Fue un año tan divertido como indisciplinado y díscolo. Un año que pasó de ilusiones, calor, rabia, resfríos, alegría, desilusiones múltiples, algunas noches de lluvia y frío, rock, lluvias, ensayos y errores, terrores y somnolencias, congestionamientos, risas, miradas cálida y largos viajes y licor, mucho licor.
Y conocí a algunas personas divertidísimas y otras que dejaron de serlo empezaron a evitarme, y en otras instancias volví a reunirme con algunas que por alguna razón que ya ni recuerdo había dejado de frecuentar.
Y también sucedió que me quedé solo y eso, al fin y al cabo, como escribió Bukowski, no es lo peor del mundo.
El 2011 tuvo muchos malabares y trucos con los que me divertí tremendamente. Pude apreciar conciertos en vivo que había soñado. Y salté rodeado de gente sudada como yo y grité a todo pulmón himnos de rock que me llevaron al éxtasis y a la alegría y eso estuvo bien también.
Tomé un viaje no planeado a Chicago y después a Nueva York y pude ver el sitio donde Hendrix grabó sus discos y la casa donde vivió y murió Lennon y el parque donde ha pasado de todo en la capital del mundo.
En este año que se acabó también grité muchísimo con mi banda 2 Ton Yakama. Pude regocijarme con la sensación de que no existe nada mejor que generar tu propia música y luego escupir todo frente a un alcoholizado conglomerado humano. Y me golpee varias y rítmicamente la cabeza con el micrófono, y eso estuvo bien. La mejor parte es que por fin estamos dando forma al primer disco. Ya siento que será mi favorito.
No llevo absolutamente ningún plan para el año que empieza, prefiero basar mis proyectos en mi trabajo diario y olvidarme de las fechas.
El tiempo es a veces tu peor enemigo y en ocasiones si planeas demasiado eventualidades abstractas estas terminan por no cumplirse – sencillamente porque no trabajaste por que se hicieran realidad – ese es el problema con las resoluciones de año nuevo.
Algo que me quitó el 2011: La inacción, las conjeturas, las adivinanzas, los secretos, los acertijos, mis intentos fallidos de clarividencia, o la sorpresiva medición de las acciones de otros en el prurito de conciliar coincidencias inexistentes.
Algo aprendí y me repetiré para siempre (y esto lo dijo Henry): “Cuando es pa’ ti ni aunque te le quites, y cuando no, ni aunque te le pongas enfrente”.
Se cierra un capítulo.
Empiezo a escribir otro.
De cero.
De donde se tiene que empezar.
Bienvenidos al 2012.