lunes, 23 de enero de 2012

Relato de un necio sumergido en las aguas de Moby Dick

Leer Moby Dick es más difícil que atrapar a la enorme ballena blanca por ti mismo.
El libro es tan grueso como la ballena y cada una de sus páginas es una ola del océano infinito que te escupe hacia la orilla como el océano verdadero que no te quiere en sus entrañas obligándote a cerrarlo y dar paso a otras cosas.
Para mi es una vergüenza no poder terminar esta obra, esta reliquia de la literatura, y me imagino abandonando la posada que Ismael compartió con aquellos pescadores toscos y violentos; me imagino yéndome cobardemente hacia las afueras del pueblo costero en que Herman Melville lo embarcó mientras construía su historia.
El austero y barbudo Melville me mira decepcionado y lúgubre desde la portada color madera del libro en una imagen blanco y negro de principios del siglo XIX.
Y yo continúo en mi terquedad de leerlo y me enfrasco en sus páginas y me intereso en cada párrafo traducido por Enrique Pezzoni en una más de las miles de ediciones de esta gran obra; pero las olas de sus páginas me siguen empujando a cerrar el libro, a quedarme en la orilla y ver desde lejos el zarpe del buque de madera cargado con arpones, ron y gente valiente dispuestos a todo.
Y recuerdo las palabras de Ismael que se fue al mar para ver la parte líquida del mundo y reflexiono en que la única parte líquida que he visto es el licor que dispuesto todo el que he ingerido por los últimos 17 años haría mi propio océano con sus propias criaturas incluyendo a una ballena de dimensiones olímpicas dispuesta a derramar mi último trago y arrastrarme a las profundidades de una resaca mortal.
Tengo el libro a mi lado y me he llenado de coraje.
Regreso al océano.
Camino entre las olas y diviso la embarcación que ya zarpó dispuesto a alcanzarla.
Y las profundidades se acrecientan y emprendo el nado hacia la nave.
Parece que me esperan.
Alguien abrió una botella de ron en mi honor. Nadie pensó que regresaría a bordo.
Bueno aquí estoy.
Quizás esta travesía dure meses y quizás deba regresar a la orilla salada de arena un par de ocasiones antes de proseguir en búsqueda del monstruo marino que danza en las profundidades. Herman Melville ahora sonríe mientras meto mis narices entre los papeles escritos y difundidos por décadas entre las olas del verdadero y definitivo océano de la existencia.