miércoles, 21 de diciembre de 2011

El decrépito maldito que asustó a una nación

Me acuerdo de él desde que yo era niño. Recuerdo los uniformes, la parafernalia militar desbordando las calles, los desfiles, los tanques y la mujer empollerada encima, y los soldados que no eran soldados pero se vestían de jeans y suéteres blancos a quienes los militares les dieron fusiles en nombre de la soberanía.
Recuerdo cuando lo denunciaron todo. Cuando su imagen empezó a deteriorarse en serio. Recuerdo que se decía mucho y muy malo sobre él. Y sobre todo, recuerdo su rostro sonriente, malévolo, como si tuviese todo premeditado.
Era el rostro de un hombre dañado por dentro y por fuera como elocuentemente mostraban sus mejillas agrietadas.
Yo lo veía por televisión y no entendía nada. No entendía las golpizas a la gente. Empecé a temerles. Desconfiaba.
Recuerdo vívidamente cuando una mañana sabatina regresaba de mi clase obligatoria de catecismo con Alex – mi mejor amigo a los diez años – cuando nos encontramos con un dibujo que insultaba el régimen del hoy gran decrépito viejo crápula. Alex lo recogió y lo vi exultante. El dibujo era hecho a mano. Mostraba a un caballero de armadura metálica dando una estocada mortal a una piña. La piña naturalmente en ese tiempo identificaba al Jefe del Estado Mayor de manera despectiva e insultante.
Seguimos nuestro camino y cada vez que Alex percibía un vehículo acercándose levantaba el letrero y se reía. Para el era una burla no al régimen, pero una burla a lo ridículo que se comportaban los adultos con un mero dibujo.
Desafortunadamente un carro del Estado pasó y vio a Alex levantando el letrero.
Era un vehículo de la compañía de electricidad a la que mi padre había servido tantos años. Nos llamaron la atención.
“Oye, ¿donde vive tu mamá?” – le dijeron a Alex que sostenía aún el letrero.
El lo tiró al suelo y puso sus manos en forma de equis señalando norte y sur al mismo tiempo con sus dedos índices.
“Por allá” – les dijo.
Yo pensé que tal afrenta nos metería en problemas. Los tipos del Estado siguieron su camino.
No merecía la pena molestar a dos niños. Las cosas se ponían cada vez peor. Algún día serían mejor. No lo sabía. En el fondo temía que tanto caos generara una respuesta de exactas dimensiones de parte del terrible ejército norteamericano que tenía todo cercado y ofrecía muestras de querer pelear, probar sus juguetes con civiles y destruirlo todo.
La incertidumbre era que algún día algo sucedería como aquellas veces que por curiosidad tomaba un globo y empezaba a llenarlo de agua en la tina, yo sabía que colapsaría y el agua se esparciría por todas partes, pero la pregunta era “¿cuándo?”.
Una noche recuerdo que el general dio un discurso especialmente ofensivo, dictatorial y lapidario. Se autoproclamaba jefe de todo. Mi papá se levantó de la silla al final del discurso enardecido del Jefe de Estado y dijo “ah no, ya este se volvió loco”.
Para mi transcurrió una semana antes de que me levantaran en la madrugada para ver la televisión.
Explosiones por todas partes.
Imágenes nocturnas de un asalto masivo. La pantalla a ratos color verde fluorescente otras a colores. Helicópteros atacaban la ciudad y todo estaba en llamas. Terror.
Esto no era un juego. Era real. Era la guerra y no lo disfrutaba como cuando jugaba G.I. Joe con las figuras de imitación que eran las que podían comprarme en aquel entonces.
Y la pantalla se tornaba verde de nuevo y más explosiones aparecían y me dijeron que esas eran casas y yo solo pensé en el hacinamiento en que vivían y ahora se quemaban vivos. Y me dio miedo y tristeza y rabia contra aquel viejo truhán por cuya megalomanía estábamos pagando todos.
Después se hizo de día y yo tenía la impresión de que en cualquier momento algo explotaría en la calle. Pero estábamos relativamente lejos de toda esa locura, al menos durante la mañana.
Cuando se cayó la tarde aparecieron dos soldados del régimen panameño que decidieron refugiarse debajo de un árbol de mango en mi patio. Uno de ellos no se quedó mucho tiempo. El otro sí permaneció largo rato hasta entrada la noche. Arriba apuntaba su fusil contra un helicóptero norteamericano que sobrevolaba a muy baja altura. Los nervios se hacían añicos. Fue una época horrible.
Al cabo de unas semanas supimos que el tipo que tuvo todo el poder del país se refugiaba como una rata temerosa en las enaguas de un obispo en la Nunciatura Apostólica – sea lo que sea lo que su nombre signifique.
En televisión pusieron las imágenes del ejército norteamericanos y un montón de panameños rodeando la nunciatura.
Según los reportes de prensa los norteamericanos asediaban al cobarde con música heavy metal a todo volumen. Yo me decía a mis adentros “pero qué clase de delicia es ese castigo!”. Así y todo, se llevaron al que en una época ondeaba machetes y dictaba qué se hacía o no en Panamá.
Ahora, un domingo de diciembre, veintidós años después nos lo regresaban. Los reportes periodísticos eran hilarantes. La expectativa estaba llena de distracciones superfluas.
El periodismo televisivo moderno aparentemente está tan subordinado a la venta de artículos que en un giro absurdo con rostro compungido una presentadora de televisión mostraba en la pantalla mensajes de Twitter del público, y al segundo siguiente esbozaba una sonrisa desenfadada y señalaba la pantalla en la que se mostraban los mensajes indicando que para estas fiestas navideñas qué mejor regalo que una pantalla similar a esta.
Y apareció el viejo en silla de ruedas en el aeropuerto y lo montaron a un helicóptero pero resultó que por motivos de seguridad aquel era un impostor y el verdadero hombre era subido a un vehículo que lo paseó por el tranque panameño del desfile de navidad casi como si un titiritero loco estuviera dibujando los nuevos chistes que se generarían con sadismo premeditado.
Esa noche nuestro recién colocado árbol de navidad colapsó y empezó a llover y los periodistas frente a la cárcel donde llevaron al decrépito cobarde se mojaron también y todo terminó en una fábula confusa en la que este tipo fue “mostrado” a las cámaras, pero no realmente porque solo lo vimos apenas moviendo sus brazos flácidos y sin fuerzas para operar un machete.
Definitivamente los tiempos cambiaron, el país cambió también, pero ese viejo decrépito no ha cambiado ni un ápice, él fue diseñado para tener esa personalidad y aún asusta a algunos.