viernes, 25 de noviembre de 2011

Creo que puedo beber para siempre

Esperé a que se apagaran las luces para abrir la primera botella de ron.
Se suponía que yo era el custodio de las dos botellas que servirían para el grupo de ocho que emprendíamos un viaje de doce horas hacia San José.
El único motivo que nos movía en ese largo y tedioso periplo hacia la nada era el concierto que quizás por única vez ofrecería Pearl Jam en el reluciente estadio nacional de fútbol de San José.
A mi lado en el bus estaba Olivia Vergara, detrás ElectricLady y mi hermano DavidC, a la derecha ACubas75 y Locksmith, más adelante en otro asiento DavidQ, y más allá JuancoPlaza.
Todos sabíamos que sería un viaje largo y tedioso, pero seguros de que sería legendario.
Yo estaba seguro de una sola cosa: quería darme un trago.
Por eso, esperé a que apagaran las luces para saborearlo de manera clandestina.
El primero fue un trago largo de reconocimiento y aprendizaje. Fue uno de esos instantes en donde te das cuenta de que has tenido frente a ti a un tesoro toda la distancia. Qué gran momento.
Yo soy amante de la cerveza. Sin embargo, llevar cervezas heladas en un viaje tan largo comprometerían su consistencia molecular haciéndoles perder su sabor y, sobre todo; temperatura óptima. Por eso el ron fue la alternativa inequívoca.
El ron sin hielo ni mezclador tiene la cualidad de prenderte los labios levemente. Te pican los labios pero después logra un aterrizaje dulce como si bajara un arco iris por la garganta. Yo naturalmente ya había probado ron.
Pero por alguna razón nunca supo mejor que esa noche de viernes con las luces apagadas en un autobús hacia rumbos desconocidos y rodeado de tus amigos.
Nadie me pedía la botella (yo tampoco estaba ofreciéndola a diestra y siniestra) así que seguí dándole sorbos cuyas duraciones e intermitencias variaban a medida que sentía la carretera infinita abajo.
No recuerdo si fue al quinto o séptimo o décimo trago en que agitaba mis manos al ritmo de la batería de mi iPod, cuando miré a mi lado que ACubas75 me extendía la mano pidiéndome un trago también.
La botella de ahí fue dando tumbos.
Todos bebieron varios sorbos. Pero al final ella regresaba a mis manos y antes de cerrarla y ponerla en mi maleta la saboreaba nuevamente.
Y me picaban los labios y de nuevo el dulce arco iris recorría mi garganta calentándolo todo a su paso.
Cuando pasamos el distrito de Capira y me pidieron otra ronda de la botella alegre se dieron cuenta: ya no había ron.
Se había terminado.
"¿A quién se le ocurrió dejarle esa botella a Tavo?"
Por dentro yo me reía y me preguntaba lo mismo.
El consenso fue el siguiente: Tratemos de que la segunda botella se mantenga intacta por más tiempo. El licor en Costa Rica puede ser muy caro. Y lo era.
El licor nos despertó a todos un rato lo suficiente para empezar una fila interminable de chistes conexos que terminaban con el alegre cántico de una célebre trova de nuestro país: "juega vivo buay! abre tu menteeee...!"
Y así y todo no dejamos dormir a los otros viajeros, pero ellos no se quejaban (al menos no en voz alta). Y escuchabas las risas cómplices de alguno que otro en completa aprobación al díscolo espectáculo de nuestras palabras que crecían en tamaño y dimensión.
El viaje transcurrió de la misma manera por horas y horas. Todos se durmieron excepto yo y la segunda botella.
Pero había un problema: la primera botella era de corcho, la segunda no. Igual después de un par de intentos logré disfrutar de sus néctares electrizantes con sabor a circo.
Olivia abrió los ojos en un instante y me vio sacando la botella. Solo atiné a mantener la misma sonrisa que tenía cada vez que abría mi maleta sabiendo que iba por otro trago. Después cerró los ojos nuevamente y el arco iris circense bajó una vez más por mi sistema.
Al rato atacó el aburrimiento.
No entendía qué pasaba en la carretera. Era algo extraño.
Ni visos de vida dentro del bus.
Entonces lo comprendí: Estábamos en la peor parte del trayecto, la dimensión desconocida, el ocaso del sentido común, el final de las imágenes, la nada absoluta. Estábamos en aquel lugar inhóspito e infinito, el triángulo de las Bermudas de nuestro país: Tolé.
¿Cuánto tiempo transcurrió? No sé con exactitud.
Los relojes se disparan en todas direcciones y la carretera desaparece y si miras por la ventana abajo verás nubes y la máquina en la que viajas continúa a toda velocidad y las curvas son pasajes al más allá y parece no haber escapatoria.
Preguntas luego de siete horas de viaje “¿por donde vamos?” y si la respuesta es “Tolé”, mejor no preguntes de nuevo porque está científicamente comprobado que mientras más preguntes o mientras más digas con angustia “¿aún estamos por Tolé? El trayecto se hará más extenuante y Tolé te atrapará por días, semanas y años.
El remedio es permanecer calmado y hacerse el dormido hasta que Tolé mismo se da cuenta de que perdiste interés y entonces te deja llegar a Chiriquí.
Así lo hice y a las 5:30 a.m. descendíamos del bus en Paso Canoas: la única frontera del mundo que cierra en horarios de oficina.
“Aquí hay que esperar a que sean las siete porque antes no abren la frontera” atinó alguien que en el pasado había hecho el viaje.
Todos despertaron. Pero DavidQ notó algo: la segunda botella había sido abierta. El responsable: Yo. Esto ameritaba medidas drásticas.
El plan fue comprar cuatro botellas más de ron en la misma tienda en donde esperábamos para cruzar la frontera.
Ahora yo tenía conmigo: una botella vacía y dos más. Se multiplicaban frente a mis ojos! ¿Qué más podía hacer? Seguir bebiendo era una opción.
Cuando finalmente abrieron la agreste frontera y en medio de escaramuzas programadas por los transportistas nos revisaron las maletas.
El agente de aduanas se alegró al ver la botella vacía “jo! No aguantó esta, ya se la acabó pues!”. Yo le sonreí de vuelta “es que tenía sed!”.
Salimos de las Aduanas panameñas y nos dirigimos a la revisión de Costa Rica. Las instalaciones son parecidas a un matadero de reses. Una jaula gigantesca como de lucha libre recibe a los visitantes que hacen fila después de enseñar los pasaportes a los funcionarios que usan como buzón de sugerencias una cajeta de cornflakes usada.
Nos sentamos con nuestras maletas a esperar por la revisión y mientras tanto disfrutamos de una muestra del folclor local: un vendedor se metió al corral con una cajeta llena de chucherías como lámparas, juguetes, y claro, cuchillos y machetes! Porque lo mejor previo a una revisión de aduanas seguramente es tener en mano un machete.
Como muchos demoraron en llegar al corral porque se entretuvieron comprando babosadas en el área “libre de impuestos” tico, nos quedamos varados por cuatro horas. Era un ambiente carcelario y totalmente absurdo.
De todas formas, pasó ese momento y volvimos al bus y finalmente cerré los ojos un rato.
Al poco rato ya iban siendo la una de la tarde y nos acercábamos a un restaurante tico que sirvió para aplacar el hambre un poco antes de las interminables horas de trayecto que faltaban.
Cuando ya casi faltaba una hora para llegar al centro de San José alguien pidió por la segunda botella. Yo la pasé. Estaba casi por terminarse. Después de todo no había sido descabellado comprar otras cuatro botellas.
Los detalles de llegar al hostal, registrarse y regresar para cenar y comprar licor no son importantes.
Lo importante es que estando allí en una de las secciones del hostal nos encontramos con una total orate. Esta tipa nos dijo que era norteamericana nacida en Indiana de padres hindúes pero viviendo en Honduras (sí, claro).
A medida que esta persona se daba otro trago de cerveza sus modales bajaban y sus palabras eran cada vez más raras. El problema fue que habíamos bajado una de las botellas de ron para seguir la fiesta. Ella había sido abandonada en esta mesa en donde nos sentamos por sus “amigos” (un hippie de guitarra y otro desconocido) quienes ahora imagino riéndose de nosotros por haberles ayudado a deshacerse de ella.
En fin, el ron estaba en mesa, y la india hondureña de Indiana preguntó “¿y a qué sabe?”.
El experimento fue terrible. La combinación de sus babosadas subieron de tono a niveles insoportables: “Yo vi a Pearl Jam ya en............... Irlanda!”.
Según esta criatura corría el año de 1991 cuando los vio en........... Irlanda y que ese fue el momento en que Eddie Vedder se lanzó al público de una gran altura. Sin embargo, había algo extraño en su versión de los hechos. Resulta que alguien vio su licencia de conducir o cédula o no sé qué porquería de documento en la mesa el cual indicaba que había nacido en 1987.
Es decir que a los cuatro años esta india de Indiana hondureña vio a Pearl Jam en............Irlanda.
En fin, Olivia Vergara y ElectricLady decidieron que era suficiente así que contaron hasta tres y se fueron a arreglar para irnos a Sands (el bar de rock y metal de San José).
Los ocho y otros tres panameños que nos encontramos allá nos fuimos a Sands... o casi nos fuimos. Nuestra nueva amiga nos siguió al bar. Y siguió con su perorata.
Recuerdo a Acubas75 decir “aquí hay un acento como que no me cuadra!”. No sé si en India, Honduras o Indiana las personas no entienden indirectas, pero esta era un misil directo a la cabeza.
Nos olvidamos del asunto porque ella se entremetía hablando con otras personas.
Ahí en ese bar donde ponen Helloween, Stratovarious y todas esas bandas de death metal que terminan en “cation”, me di cuenta de algo: no había parado de beber en todo el trayecto. Antes de tomar el bus estaba tomando cerveza en casa, en el viaje tomé ron, luego volví a la cerveza en Sands.
Ahí le dije a Acubas75 “¿sabes qué? Creo que puedo beber... para siempre!”.
Al poco rato de mis declaraciones nos fuimos al hostal de vuelta. Nos esperaba un largo día de más espera por aquel concierto que sabíamos sería legendario.