El 2011 empezó con una verticalidad descomunal.
Es un año preñado de números "uno" por todas partes.
Ningún simbolismo oculto claro está, sencillamente un dato curioso al empezar una nueva década que no guarda ningún misterio y sospechosamente se parece al año anterior y al anterior y así sucesivamente hasta que regresas al año en que naciste y que seguramente ya no se parece en nada a éste.
Este año veo las cosas con cautela y un poco desde lejos. Es como cuando los boxeadores se estudian antes de tirar el primer golpe. Así estoy, guardando distancia, observando los movimientos del oponente, cubriéndome y listo para tirar el primer golpe.
Algunos episodios curiosos ocurrieron en el ocaso del año pasado mientras adolecía de una tos galopante.
Uno en especial tuvo un descenlace que me recordó a la infancia.
Recuerdo esos días en los que la mayoría de las cosas resultaban un misterio, tendría como seis años, y aún me colgaban las piernas a buena distancia del piso en cualquier silla en que me sentara.
Esos eran los primeros días del colegio primario, del olor a borrador de colores que a lo escondido mordía porque olía rico, en esos días en donde se regaba el raspao en la camisa blanca y una multitud de chiquillos despeinados y piojosos correteaban una pelota de fútbol en medio de un polvorín de patadas y gritos.
Por aquellos días existía una convención social reconocida como válida, aceptada y establecida entre todos, en la cual si una persona recibía un insulto o se sentía agredida verbalmente o quizás sintiera que era tratada de manera injusta por otro niño o niña, podía dejar de hablarle inmediata y tajantemente.
Una vez, pongamos por ejemplo, que un niño perdía la confianza de otro, se dirigía a éste con un mensaje lapidario y mortalmente directo: "no te hablo".
Eso era todo. No te hablo. Y no le hablaba.
El ofendido se cruzaba de brazos y se alejaba. El otro debía intuir de aquella acción que sus palabras o actitudes habían herido de alguna forma a su compañero y mediaba o una disculpa o, lo que con frecuencia sucedía, un subir y bajar de hombros también de brazos cruzados acompañado de la no menos cáustica frase: "qué me importa?" - ahora, al decirse esto (y ya quizás me esté saliendo del tema) se corría el peligro de que el interlocutor replicara "tú abuela la gordota".
Entre niños dichas frases podrían continuar en una retahíla de insultos graciosamente dispuestos en rimas infantiles de fácil aprendizaje.
Alguien dejó de hablarme el 1 de enero de 2011 (1-1-11) y ni siquiera utilizó aquella vieja convención tan tajante y pura de invocar un "no te hablo" que me diera la oportunidad de buscar quizás una disculpa ante un agravio que tal vez cometí sin saber.
Sin embargo, a doce días del inicio de una nueva década me he cruzado de brazos y he levantado un enérgico "¿qué me importa?", sin riesgo de escuchar un "tu abuela la gordota" de vuelta.
Sí, este año va a ser como otros, díscolo, rebelde y disparatado.
Esa fue una señal. Quizás me salvé con aquel episodio. Tal vez sea mejor dejar correr más días y más "unos" salvajemente hasta encontrarme con mi merecido "no te hablo". Tal vez no significó nada y yo me he inventado un drama singular de un episodio sin importancia en apariencia.
Sea como fuere, me siento mejor solamente al escribirlo, y fue bastante gracioso recordar la infancia con sus diálogos y convenciones.
Son las dos de la mañana y seguramente debería terminar esto aquí.
Ah! No se preocupen, yo sí les hablo!
Salud!