martes, 27 de julio de 2010

JUSTICIA PARA TODOS EN EL ÉXTASIS DEL ORO

La primera vez que escuché el nombre de Metallica fue en 1987. Por entonces ese nombre para mí era el epítome de esa música nueva y violenta que te hacía vibrar las tripas. Para mí no existía otro grupo que pudiese en un nombre abarcar todo aquello que evocaba la mención de Metallica. Como no los había escuchado jamás, apenas su nombre, imaginaba su sonido y en aquellas elucubraciones inmaduras aquel Metallica imaginario, dueños del mejor nombre jamás procreado en la humanidad, sonaba como una explosión nuclear continua.
Finalmente, al año siguiente, escuché Metallica por primera vez. La canción: Blackened. Era Metallica. El sonido emergía de la nada. Era como un gigante que se acercaba, como el inicio de una inundación rabiosa, sentías el agua fluyendo de las profundidades para cubrirlo todo a su paso. Luego entraban sus primeros acordes acompañados por una batería monstruosa. El sonido era descomunal, la distorsión incomparable, la marcialidad de su ritmo cortante hizo que especulara sobre la cantidad de sus integrantes: “Debe haber seis guitarristas”. Por aquel tiempo la música rock era un producto difícil de adquirir. Todo llegaba a nuestras manos en copias de casetes originales o piratas, de acetatos grabados clandestinamente, o sencillamente, como en esa ocasión Blackened, el material era grabado a retazos gracias a las transmisiones radiales de la Diamond FM, la emisora que tenía el Comando Sur gringo. Con el correr del tiempo, mi hermano - David – y yo, y utilizando todos los medios posibles nos hicimos de cuanta música pudimos. Como él es tres años mayor que yo, entró a la secundaria primero. Allí contactó a otros chiquillos que contaban con música original de acetatos o casetes y que amablemente se los prestaron. Así fueron cayendo en nuestras manos – no por orden de aparición – Master of Puppets, Kill ‘em All, Ride the Lightning, Garage Days y, finalmente, ...And Justice For All. Debo aclarar que antes de escuchar estos discos me pasaron un retazo de una revista en la que salía una fotografía de la banda. Con esto me di cuenta de que solo cuatro seres humanos eran los responsables de ese sonido. Recuerdo que David agarró esa foto con reverencia y me dijo: “Mira, esos son Metallica. Todos se visten de negro y usan las mismas zapatillas Trooper”. Por algún motivo lo de las zapatillas era un dato decisivo en ese momento en que los demás adolescentes de nuestra edad se preocupaban por usar marcas como Niké o Fila. Trooper no era una marca conocida por nosotros, lo cual a mi juicio era indicativo de que ellos no seguían ninguna tendencia natural y por alguna razón – en mi cabeza – este hecho les otorgaba una validez lapidaria a la rebeldía demostrada en la foto. La imagen mostraba a cuatro tipos flacos con el pelo largo y aspecto amenazante. Uno al lado del otro en un escenario árido y solitario bajo un sol de mediodía. Los brazos cruzados me indicaron una nueva postura que imitaría en los pasillos de la escuela. Las piernas separadas militarmente y el rostro hacia delante en gesto petrificado reafirmando su sonido monumental. Con la llegada de Metallica entraron otras bandas naturalmente y al escuchar música todo el día me convencí de que quizás no eran la banda más pesada del mundo, sin embargo, sí tenían un nombre brutal. También recuerdo que David me decía que con su galopante ritmo en las guitarras casi decían “te-mato-te-mato-te-mato...” y si lo dices rápido, varias veces sin parar, realmente suena así. Un día de 1989 salió al aire un programa de televisión mexicano en una televisora local. Se llamaba Ruido en el Aire. Ahí, por fin, transmitieron el primer vídeo de Metallica: One. Esa fue una experiencia fuera de lo común, una epifanía total. Eran ellos. Los tipos de la foto tocando una de sus canciones más impactantes. Así, con esas imágenes Metallica se convertía en una de mis agrupaciones más veneradas, respetadas y preferidas. Habías temas que escuchábamos extasiados como Fight fire with fire, (Welcome home) Sanitarium, Jump in the Fire... la lista es larga. Un día en el segundo año de mis estudios de secundaria pasé a la casa de un amigo que David y yo teníamos en común; Carlitos. Este era en aquel entonces un hiperactivo adolescente aficionado a la guerra de Vietnam que se autoproclamaba trasher, de modo que algo bueno debía tener. Me fui a su casa y mientras jugaba con una bayoneta puso un vídeo impresionante de Metallica: “Cliff ‘em All”. Hasta ese momento yo no tenía idea de que de los cuatro que vi en la fotografía, uno había reemplazado al anterior bajista, que a la sazón sólo pudo grabar los primeros tres discos del grupo y no estaba en ningún vídeo que había visto antes en mi vida. Aquel era un Metallica mucho más salvaje y peligroso. Luego de ver varias de sus presentaciones a lo largo del vídeo, cerca del final se mencionaba el accidente mortal que le quitó la vida a Cliff Burton y finalmente, aparecían varias imágenes del difunto tocando el bajo o sonriendo en distintas fotografías, mientras al fondo se escuchaba la parte más cáustica de una de las mejores canciones jamás escrita: Orion. No sé cómo, pero aunque su prematura muerte había ocurrido años atrás quedé de luto por unos instantes. Nunca he sabido cómo una muerte que desconocía podría entristecerme tanto en tan poco tiempo. Aunque con el transcurrir de los años, la madurez, el crecimiento, la vejez prematura, el clima y muchas otras perpendicularidades me gustaron otras bandas, Metallica siempre estuvo ahí. Pero el viejo Metallica, aquel que grabó hasta el Black Album. No puedo entender qué ocrurió con ellos después. Para mí aquella venerada banda se había diluido en maquillaje y se había suavizado al nivel de un osito de peluche. Al mismo tiempo, conocía mucho de su historia, el carácter y personalidad de cada uno de sus integrantes, del por qué se salió un bajista y contrataron al otro. Todo lo sabía, casi sentía que los conocía como un familiar que estaba llegando a una edad madura con una tremenda crisis de personalidad y al que sólo respetaba por su trabajo anterior. Pero, hubo indicios de lucidez en esta banda. También empezó a dar asomos de mejorar cuando escuché que había dado un concierto completo únicamente tocando las canciones del grandioso Master of Puppets. No sólo eso, sino que sacarían un disco nuevo. Cuando finalmente cayó en mis manos el Death Magnetic noté que ya no eran una banda con crisis de mediana edad, sino un grupo que se desplazaba con la misma violencia y salvajismo de otros tiempos, pero con el peso de la experiencia, la contundencia de un sonido moderno que superaba ampliamente sus producciones anteriores, y por supuesto, millones de dólares en producción. Así fue que Metallica recobró mi respeto. Luego llegó el DVD en concierto desde Francia. El trailer pude ver en Internet. La aparición de The Ectasy of Gold de Ennio Morricone en un impresionante atardecer azulado como inicio de Blackened me dejó petrificado. Un nudo se me hizo en la garganta. Era la misma canción. El mismo grupo que había escuchado veinte años atrás aunque no exactamente los mismos de la foto (nuevamente con otro bajista), ahora se les veía con el pelo corto y canoso, algunas arrugas propias del tiempo. Pero igual, se me heló la sangre. Por ese tiempo, supe de la gira que tendrían por varios países incluyendo México. Lamenté no haber sido parte de las tres noches que tuvieron en el D.F. mexicano a principios del año 2009. Sin embargo, una noticia lo cambiaría todo. “¡Hey Metallica viene a Panamá!”. Eso no tenía ningún sentido. Al menos para mí. ¿Cómo un grupo que estaba llenándose los bolsillos en estadios con un público de miles de personas se detendría en un país como Panamá? Traté el tema con la incredulidad que ameritaba el manejo de las habladurías que se dicen siempre en nuestro ambiente de rock acostumbrado a no tener ningún concierto bueno nunca. En Panamá se había dado en una década de conciertos, lo que en países como Argentina y México se da en un período de un año o incluso meses de diferencia; de modo que ¿cómo una agrupación de ese tamaño y gozando de un nuevo impulso global se detendría aquí? No hacía mucho sentido.
Pero un día entré a la página oficial de Metallica y ahí aparecía la única confirmación que necesitaba. Desde entonces empezó un período de preparación y anticipación como nunca he visto en otro concierto. David, nuestro amigo Josi y yo adquirimos nuestros boletos el 1 de diciembre de 2009. Aunque el primero de nosotros en comprarlo fue Abraham. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a perder su espacio en ese concierto. No importaba lo que pasara iríamos y estaríamos ahí adelante, en el espacio que denominaron gold (con ello nos asegurábamos el sitio más cercano posible en la división de precios con las que están obsesionados los organizadores de conciertos de nuestro país). Desde ese momento en que compramos el boleto y sabíamos que iríamos todo era medido en función a ese show, a ese momento. Algunos habíamos previsto que pediríamos la tarde del lunes libre e incluso quizás el martes – aunque esto último no fue necesario – basándonos en la fecha del concierto.
También hubo toda clase de especulaciones previas: Se dijo que los boletos se venderían a tal ritmo que no habría antes de terminar el 2009, que de no venderse todos los boletos se cancelaría el show, que no vendrían, que era todo una invención, se insinuó que se estaban vendiendo una cantidad limitada de entradas para la parte gold que no habría suficientes para nadie, incluso alguien dijo que el baterista Lars Ulrich se había lesionado cancelando el resto de la gira que habían planeado incluyendo Panamá, aunque esto último resultó ser una broma desmentida casi de inmediato. A medida que se acercaba la fecha aparecían especulaciones más terribles como que había una ola de boletos falsos y quienes fuesen sorprendidos con ellos serían arrestados. Un día Abraham nos anuncia que otra banda abriría el concierto: Mastodon. Este grupo de vikingos salvajes que había conocido en el 2006 y después de escucharlos con detenimiento y entenderlos para mí se habían convertidos en unos nuevos favoritos, por ende, no di crédito a dicha especulación porque no podría ser posible. Sin embargo, como aquella loca especulación de Metallica viene a Panamá, apareció en el sitio web de la banda la única confirmación que necesitaba. Así, por varias semanas incluso estuve más emocionado con que esta banda abriera que con el mismo concierto. Sí, sé que no tiene ningún sentido después de todo lo que he escrito, pero era lo que sentía en ese momento.
Después de demasiada especulación y el temor creciente de los boletos falsos nos fuimos en la tarde a la Calzada de Amador, para hacer una gigantesca fila. Algunos cuidábamos nuestro puesto en la línea mientras otros se aventuraban para ver donde estaba la cabeza de esa serpiente interminable de seres humanos y también para traer algo de cerveza. Vendían una lata de 60 centavos en tres y hasta cuatro dólares jugando con la sed y resistencia de los presentes. Al final, llegamos a la puerta, miraron nuestros boletos y nos enviaron a otras tres o cuatro filas. Algunas más largas que otras. Un agente de seguridad nos mira los boletos y nos indica otra entrada por un pasillo exterior para entrar. Obviamente las personas en las otras filas podían vernos correr hacia la entrada y nos gritaban “ey se están colando!”. No había remedio. A ellos les tocó esperar a nosotros entrar a nuestra área gold. Josi entró con una cámara de fotografías que ocultó bastante bien. Las baterías las guardó en sus botas. Luego una hora y media más de espera se apagaron las luces y arrancó Mastodon. Fue bastante como me lo imaginé. Grité y salté como desaforado. A muchos no les gustó la desordenada y caótica maldad de la banda. El sonido no los benefició y sólo acrecentó la desesperación de quienes sólo estaban ahí para decir que fueron a Metallica. Después de aquella presentación esperamos un rato más y nuevamente se apagó todo. Y entonces empezó la introducción del Bueno, el Malo y el Feo. Ahí estaba en su desaforada búsqueda por el oro aquel vaquero sucio corriendo entre las tumbas de un interminable cementerio, y ahí no sé cuantas miles de almas en vilo esperaban el inicio de un concierto que quizás les cambiaría la vida.
Metallica abrió el show con “Creeping Death”. La conmoción fue lapidaria. Una marejada de gente empezó a corre hacia delante. Yo fui arrastrado en el éxtasis total. Ahí grité, pateé, empujé, salté y recordé que estaba en presencia de aquella banda que había conocido hacía más de veinte años. A medida que corría el concierto la energía era mayor. Superado el impacto de verlos en vivo pude disfrutar más conscientemente de todo; incluso de uno que otro error que acometían durante los temas. Hubo varios momentos que no olvidaré. Uno de ellos merece otra crónica completa; otro fue cuando arrancaron “Helpless”, un cover de Diamond Head que nos llevó a niveles de locura total y nos preparó para Whiplash. Pocas veces he disfrutado tanto un slam como esa noche. No hubo reglas por los cuatro minutos con quince segundos que duró ese tema. Luego el cierre lo marcó una versión contundente de “Seek and Destroy”. Por un momento pensé que el mundo se acabaría. Pero no fue así. Terminó el show. Se despidieron. Nos tomamos una cantidad gigantesca de fotos. Quedamos bañados en sudor y de adrenalina. Nos quedamos en el sitio del concierto recuperando el aliento. Yo mendigué cervezas que le vi a un tipo que no veía en años. Me dio una, tuve suerte. Cuando regresamos compramos comida y cerveza más barata para hablar del concierto. Hoy, después de meses de aquel día, recuperado de la conmoción y luego de muchos otros cuentos de por medio, pude terminar este artículo. Metallica vino, mostró su vigencia y se marchó dejando el recuerdo de una noche que como aquella película de Sergio Leone, recordaré por siempre.