miércoles, 10 de marzo de 2010

López el gigante de la escuela

López era el niño más gigante que había conocido jamás. Yo era un mocoso en aquella época. Todavía lo soy un poco, pero en aquella época lo era aún más.
Teníamos entre nueve y diez años. Pero López seguía siendo el más alto de la clase, quizás de la escuela. Del distrito, de la provincia, del país, del mundo, del universo. Tenía una voz gorda, su andar era lento, sus manos gigantes, igual que sus pies y su enorme cabeza parecía una sandía con pelos, su torso era el de un manatí. La maestra lo usaba para mover cosas en el salón, como bestia de carga, y también era el candidato predilecto para escribir la fecha en la parte alta del tablero, a la derecha, en donde ni la maestra alcanzaba. Su caligrafía era horrible, pero requería mucho trabajo poner a la niña con la mejor letra para que se subiera encima de una silla, etc.
López contaba historias de gigantes. Nosotros lo escuchábamos rodeándolo como campesinos asustados. ¿Cómo sería el aire allá arriba? ¿Cómo nos ves acá abajo? Hacíamos suficientes bromas con él, pero no nos burlábamos jamás. Temíamos que nos aplastara de un manotazo hasta enterrar nuestro cuerpo dejando solo nuestra cabecita sobresaliendo en la tierra.
Él nos hizo una apuesta una vez. Estábamos en el patio de la escuela observando si aparecía algún duende en la casa embrujada ubicada exactamente frente a la escuela, cuando sacó su enorme brazo y señaló un árbol gigantesco que cubría la vieja casona.
- “Cuando termine de crecer voy a tocar las ramas más altas de ese árbol”.
Ahí el escepticismo reinó. No había posibilidad alguna de que López, aunque fuera un gigantón, tocara ni con la punta de los dedos de su manota aquel monumental árbol. Observamos largo rato al árbol. No, no era posible. Nadie lo podría tocar jamás. La cara de López estaba en las nubes. Se reía de la inmensidad del árbol, de nuestra pequeñez, de las hormigas que lo rodeaban. Pero aún así, no pensamos que fuera posible. Nuestra atención se desvió del inverosímil reto porque nos distrajimos con lo que ocurría en la calle. Había un tranque frente a nuestra escuela. Un vehículo no quiso ceder el paso a un camión que bloqueaba una entrada y ningún otro carro podía pasar por detrás, en medio, por debajo o por arriba de ninguno de ellos. Nos pusimos eufóricos. “¡Un tranque aquí, donde no pasan ni carros!”. El tranque se tornó en el nuevo evento. Sería tema de conversación hasta entrado el mediodía cuando un niño le clavó la punta de un lápiz en el pómulo a otro en uno de esos extraños accidentes de primaria.
López no volvió a mencionar el reto después de aquel día. De hecho, no recuerdo haberlo visto al año siguiente. Quizás se hizo tan gigante que su trasero no cupo más en los diminutos asientos de nuestra liliputiense escuela, o quizás se golpeó la cabeza con un puente elevado, o tal vez un avión lo noqueó. No sé qué fue de él. Mucho menos sé si cumplió su apuesta. A los pocos años de abandonar la primaria derribaron el caserón que no estaba embrujado ni guardaba duendecillos dentro. Una pena. Con la casa derribaron aquel colosal árbol. Creo que a nadie le importó que eso ocurriera. No volví a ver a ninguno de los chiquillos que estábamos ese día que López apostó que tocaría la punta más alta de aquel árbol. Hubiese sido una genialidad que lo hiciera cuando el árbol estaba en el suelo. Me parece que una vez escuché que era guardia de seguridad. No me consta. López, donde quiera que estés, perdiste. Yo sé que nunca creciste más y no sólo eso, creo que nunca tocaste aquel gran árbol. Eras un tipo de tamaño normal. Lo que pasa es que nosotros teníamos lombrices y tú comías vitaminas.