Samanta vestía de plástico de pies a cabeza el día que salió del consultorio médico en donde una cebra le dijo que su sangre era nitrógeno líquido.
No había mucho que ella pudiera hacer más que recorrer el largo trayecto de vuelta a la escoba, que era su hogar.
Durante su camino empezó a llover algodón, pero como su ropa era de plástico no se preocupó del cambio climático. A cada paso Samanta recordaba las palabras de aquella cebra que le dijo que su sangre no era vino sino nitrógeno líquido. La cebra dijo: “tu sangre no es otra cosa que nitrógeno líquido”.
Y ese fue el final de una conversación dura, pálida, letárgica y sin salida.
A ella le preocupaba dar la noticia.
Mientras buscaba la mejor manera de decirla sin necesidad de agujas o remedios caseros se tropezó con la marcha de los ataúdes aéreos.
Eran lentos y de caoba finísima, algunos acabados con bordes de plata, otros decorados con manzanas y libros. Los ataúdes aéreos llevaban consigo la música de aquellos que contendrán algún día.
Y Samanta escuchó su canción.
Dependiendo de la distancia a la que la escuchó y en donde se encontraba el ataúd, correspondería el tiempo que le quedaba en la tierra. No mucho.
Esperó que la marcha desapareciera de su vista para reanudar el paso que llevaba al principio sin modificar el destino.
Todo tendría otro significado si al pasar por su hogar la marcha anunciaba el final de Samanta antes de que ella llegara.
La escoba no barrería mucho tiempo más. La escoba se pondría triste.
Pero estaba decidido. Llegaría como siempre a su casa. Con aquellos lentes oscuros de mimbre, sus zapatos, falda y camisa de plástico, pero su sangre de nitrógeno líquido.
Al dar la vuelta a la última redondez antes de toparse con su morada notó que la marcha de los ataúdes – como era de esperarse – ya había sonado por su casa.
Entonces se detuvo por un segundo que fue en realidad un año entero y siguió.
Llegó a la gran escoba que era su casa. Entró por las cerdas de abajo y se dirigió a su habitación en la cúspide, por donde usualmente es sujetada para la limpieza.
Ninguno de sus familiares le preguntó nada. Lo sabían luego de haber escuchado su canción alejándose. Y además sabían que no le quedaba mucho tiempo.
Ella buscó entre sus papeles de linóleo líquido algún retazo de toalla o goma que sujetara su vida, o lo que quedaba de ella, para evitar su final aparentemente inevitable.
Pero algo inusitado ocurrió mientras ella seguía de cuclillas en su busca.
Su padre vio algo en el retrovisor que lo llenó de alegría y cambiaría nuevamente la suerte de Samanta: en una trasgresión única en el universo, una pálida pluma utilizó una máquina del tiempo y cambió algunas reglas del pasado.
Con esa acción las cebras perderían toda licencia médica para decretar defunciones. Como aquello no había sucedido en ese momento sino sucedió después, y por el valor retroactivo del decreto desacreditador, la pena de Samanta fue borrada.
Su sangre seguiría siendo de nitrógeno líquido puro, pero ahora sin condena de muerte.
La música que había escuchado en aquel ataúd flotante no fue otra cosa que el intento desesperado de una cebra enloquecida por confirmar su hipótesis por encima de lo que se había dictado en su contra... sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano.
Samanta recuperó su vitalidad. Se cambió el plástico lúgubre y celebró con su nueva ropa hecha exclusivamente de crucifijos y palas mecánicas en miniatura.
La vida volvía a ser la misma, pero con un sabor a frambuesa enriquecido con vitaminas rígidas.
La familia celebró sentándose frente a su maniquí de cristal favorito.
Samanta no olvidaría el día que escuchó su canción flotando en el aire, implantada, pero su canción al fin. Lo único que esperaba era no tener que volver a escucharla por mucho, mucho tiempo.