sábado, 10 de octubre de 2009
El día que un rayo se llevó a un vecino
Hoy regresó a mi memoria un episodio que data de hace unos doce o trece años. Una tormenta se avecinaba. El día estaba nublado y la anticipación de la tormenta era un concierto de truenos y centellas brutal. Yo me metí a mi cama. Era un camarote. Yo usaba la cama de arriba. Puse una almohada en mi cabeza para aplacar el ruido. De pronto uno de esos truenos sonó terriblemente cerca. Un microsegundo pasó. Y luego la desgracia. Los truenos se detuvieron. Escuché los gritos de mujeres y de niños. El día se aclaró en cuestión de segundos. Como si el universo hubiese hecho una pausa para llevarse a una persona en especial. En el patio de una casa cercana yacía inerte uno de mis vecinos. Un muchacho que no había alcanzado los treinta años. Se acababa de unir a una mujer mayor que él. Ella tenía hijos. La familia del muchacho se oponía a la relación pero nadie los detuvo. Vivían juntos en una casa que se habían construido cercana a la de sus padres, aumentando con esto la resistencia y las discusiones. Ese día, cuando las nubes empezaban a oscurecerlo todo y el momento previo a la tormenta hacía pensar en el apocalípsis, la mujer le pidió al joven marido que recogiera la ropa en el tendedero del patio. El, la única persona que vería el fin del mundo ese día, salió descalzo de la casa a cumplir la misión. El rayo lo fulminó de un solo golpe. No le dio tiempo a reaccionar. Cayó desplomado en el patio. La gente empezó a especular. Muchos reforzaban la teoría de aquel dios implacable que se lleva a quienes actúan mal. Otros culpaban a la mujer. Decían que era una lección por haber forzado al muchacho a casarse con ella. Fue un accidente. Eso fue todo lo que pasó. El no debió salir al patio descalzo. Debió dejar que la ropa se mojara. Las personas hablaron por meses del tema. No sé qué fue de la mujer y su familia. Quizás permanecieron en la misma casa o hizo las pases con los suegros - poco probable - o tal vez abandonó el barrio. Lo cierto es que no voy a olvidar el estruendo de aquel rayo que se lo llevó. No recuerdo otra ocasión en la que el preludio a la lluvia sea tan atemorizante ni tampoco que el día se aclare con tanta velocidad. Pero estoy seguro que aquello fue sencillamente mala suerte. Muy mala suerte.