martes, 22 de septiembre de 2009

...en una celda como un cerdo en antibióticos

El dolor de garganta, aquel dolor insoportable no fue nada en comparación con lo que me esperaba. Todo lo malo, siempre se pondrá peor. Tomé un día de reposo que elegí para ir al médico y eliminar el dolor de garganta.
Visité este consultorio cerca de mi casa pero llevaba una nueva molestia conmigo en la piel.
La doctora bonachona y graciosa me miró las glándulas y me dijo que estaba bastante bien, no había nada malo.
Con eso empecé a sentirme bien.
"A ver la respiración, la presión... dejáme ver qué tienes... mmm bueno, toma esto y aquello y aplica este spray y listo. Ven a verme en un mes".
Salí confiado y feliz de aquel consultorio creyendo que me mejoraría al día siguiente.
El dolor de garganta se había ido, pero aquel problema en la piel fue empeorando.
Era viernes por la noche y me tiré a la cama afiebrado. Escalofríos. Temblaba.
Miré mis pies. Estaban hinchados. Apenas podía caminar.
Había hecho exactamente lo que la doctora me había recomendado y a pesar de que la garganta no era el problema ya no podía caminar.
¡Gracias doctora!
Me llevaron al hospital a las diez de la noche.
Cuando arrastré mis huesos hacia la sala de emergencias pusieron una silla de ruedas detrás y me sentaron.
Apenas podía ver a una mujer detrás de una ventanilla.
No sabía cómo explicarle lo que tenía.
Le dije: "eh... es que no puedo ni caminar".
"Ya veo. Póngase allá".
Me llevaron en la silla de ruedas detrás de una cortina.
Una doctora me vio y me dio la peor noticia.
"¡Tienes una infección horrible! Se puede ir a la sangre y transformar en septicemia"!
Septicemia. Pensé en GG Allen. Condena de muerte o amputación segura.
En una silla de ruedas. En un hospital sin poder defenderme.
Ya no me acordaba del dolor de garganta.
Estaba nervioso.
Permancí sentado en la silla una hora antes de la primera prueba de sangre.
Inmovilizado veía cómo los demás se movían con sus piernas robustas de aquí para allá.
Una mujer se acercó y me dijo que la doctora que me vio primero había terminado su turno.
"Ahora te verá el doctor que entra a las once de la noche".
Vi a un tipo bigotón con bata.
¿El doctor?
La mujer que me habló, con pinta de enfermera, le explicaba al bigotón caso por caso cada uno de los visitantes de ese viernes.
"Este tiene una cortada en el dedo" y pasaban a la siguiente camilla.
"Esta señora no puede respirar..."
El siguiente era yo en la silla de ruedas.
"Y este tiene una infección".
Miré al doctor pensando que me atendería al fin.
Me miró como diciendo "bueno, podría ayudarte, pero no es mi trabajo".
Estuve al menos otra hora antes de una radiografía.
Me empujaron al laboratorio de rayos x.
El encargado estaba resfriado.
Estornudaba cada dos segundos.
Temí pescar eso también.
Hacía un frío terrible. Yo estaba sin zapatos, en pantalones cortos.
Era un organismo infectado, enfermo.
"¿Cómo te paso eso?" - me preguntó el dependiente que estornudaba por décima vez.
Pensé "si lo supiera no estaría aquí contigo". No quise pasarme de listo.
Le traté de explicar la verdad. A los dos segundos de mi explicación se volteó y no me hizo caso.
Hizo los rayos x y me advirtió que tuviera cuidado al pisar la silla de ruedas para no irme de boca.
Hice exactamente lo que me pidió.
Me empujaron de vuelta al cubículo detrás de un cortina en la sala de emergencias.
Una hora más pasó y un tipo de mi edad o más joven que había estado toda la distancia chateando por messenger detrás de un mostrador resultó ser médico.
"Te voy a recetar esto y esto".
Me dio tantas indicaciones que quise tener a mano pluma y papel para apuntarlo todo.
No tenía ninguna. Tuve que memorizar cada cosa que me decía.
Al menos no me moriría ni me cortarían las piernas ni ninguna otra cosa.
No estaba corriendo el peligro de la alarmista primera doctora. Alivio. Pero aún no podía caminar.
Un amigo que estuvo al pie de mi cama me prestó dinero para poder pagar la cuenta.
Yo estaba sin mucha plata, así que fue una gran ayuda.
Después me llevó a la casa.
Al día siguiente, sábado, fue el inicio de una semana en cama.
Desayuno servido en la mañana, atenciones de primera línea, en la comodidad de mi hogar, enclaustrado en mi habitación.
Leí y vi tanta televisión como nunca.
Disfruté de cuanto partido de fútbol pude.
La recuperación fue a punta de antibióticos.
Miré por mi ventana la sucesión interminable de los días.
Las noches eran tan frescas como las mañanas. Me empecé a acostumbrar del buen trato de mi hermano. Tuvo que hacer de todo. Yo no hacía nada. Me quedaba en la cama y le avisaba cuando venía el siguiente partido.
Mejoré mis habilidades en el FIFA09. Y leí a Hollebecq, un poco sombrío, pero divertido.
El siguiente viernes, una semana exactamente después di mis primeros pasos.
Perdí ocho libras estando en cama sin moverme. Increíble.
Logré perder lo que estaba tratando cuando estaba sano.
El domingo estaba de un humor tremendo.
Fui hasta la cocina. Hice el desayuno. Ahora era yo el que hacía todo.
Levantarse de la cama después de una semana de estar enfermo te da una nueva perspectiva. Creo que la enfermedad es un mecanimos del cuerpo contra el cerebro.
Es una manera de recordarle que está vivo, que es débil, que no es inmortal.
Cuando te levantas de la cama recuerdas que "estás vivo, que eres débil y no inmortal y que debes tenerte más cuidado en el futuro".
Hoy es martes. Ya estoy de vuelta en la oficina.
Hoy llovió de nuevo. La cuidad se lavó la piel.
Pero todo se ve diferente. Por alguna razón todo se ve diferente.