lunes, 20 de julio de 2009
Te cuento esto porque las fotos no hablan
Te cuento esto porque las fotografías no tienen la posibilidad de hablar y existen posibilidades de que yo no regrese. Mi infancia la pasé en el Oeste. Era una tierra ordenada de día pero anárquica de noche. Un pantano caluroso y complicado en el invierno pero delicioso y saludable en verano. Un pueblo con policías pero sin leyes. Conviví con seres increíbles. Ví a un hombre, machete en mano en medio de la calle, perdonar a su mujer a la que acusaba de engañarle. Muchos menesteres eran arreglados o amenazaban resolverse con el filoso sabor de aquella herramienta fundamental del Oeste. También hubo accidentes con machetes. Mi pierna izquierda es testimonio completo de lo que te cuento. No tuvo nada que ver con drama alguno, más bien con mi poca destreza como jardinero, pero eso no importa. Por aquellos días sucedían muchas rupturas y microdramas que eran expuestos gratuitamente. Como aquella mañana en que desperté por los aullidos de un animal desconocido. Miré por la ventana y vi a mi vecina aferrada a la tapa del auto de su marido. Ella no quería que él abandonara el hogar. El la amenazó. Ella no cedió y trató de impedirlo físicamente. El resultado lo estaba viendo por la ventana. Parecía una broma, un acto circense. El pánico también estaba presente en especial cuando rondaban el barrio leyendas sobre peligros inminentes como terremotos, inundaciones, fines del mundo asociados con nuestros pecados. Recuerdo que todos mis vecinos huyeron despavoridos a un cerro cercano temiendo que los tanques de gas estallaran en una reacción en cadena. Mi padre me miró y se rió de ellos. “Mira hijo, eso no va a pasar. ¡¿Acaso no se dan cuenta de que los tanques de gas deben estar conectados unos con otros para crear una reacción en cadena?!” Y allá estaban en el cerro, seguros de que presenciarían una desgracia, casi deseando que ocurriera. Las mañanas tenían un sabor fresco. El rocío perfumaba el llano dándole un aroma acogedor, como gran aromatizador natural y por las tardes casi siempre había un jaleo disparatado en el patio, tumbaban un árbol, se quemaba basura y leña, o recolectábamos frutas que comíamos gratuitamente. A pesar de sus episodios caóticos el Oeste fue el sitio ideal para crecer. La sencillez de las sustancias y circunstancias, las mañanas con el olor a pan caliente, el fresco queso blanco, el café, el cereal, la comida de mamá y los chistes y rimas interminables de papá que me enseñó a rezar dios te salve gallina llena eres de plumas el sancocho es contigo, bendita eres entre todas las aves y mamá tornaba los ojos al cielo reprobándolo pero celebrándolo con una sonrisa. Aquellos días que viví en el Oeste se quedarán conmigo. Pero quiero compartirlos contigo ahora antes de embarcarme en esta aventura a la que no le encuentro mucho sentido pero que es necesaria. Aún me quedan dos días antes de irme así que regresa mañana con un cuaderno para que escribas los nombres de todos los vecinos que recuerdo, la historia de aquel hombre que se separó de su mujer para reemplazarla por su hija, del día que hallaron una serpiente larga que partieron en cuatro pedazos, de los interminables partidos de béisbol, de fútbol, de baloncesto sobre un polvorín, de las guerras anuales de navidad cuando todos conseguíamos fusiles plásticos nuevos y de todo cuanto recuerdo de aquellos días felices, los días previos a la mayoría de edad, a las bodas, los nacimientos, los dramas de vivir en la ciudad y sus seres desobedientes, déspotas, despreciables, incomprensibles, insensatos, horribles. Ahora anda que te deben estar esperando. Recuerda, trae un cuaderno para que también describas cómo me viste partir desposeído de mis pertenencias a ese otro país, por la necesidad de un capricho, porque ya estoy viejo y porque existen posibilidades de que no regrese.