miércoles, 4 de marzo de 2009

Iron Maiden trajo a la Bestia a Guadalajara

Ingresé por la puerta número dos y empecé a subir los escalones hacia el palco del segundo piso del lado derecho en la Arena VFG de Guadalajara.
A medida que daba un nuevo paso se ofrecía ante mí la colosal imagen de aquel estadio repleto de gente, mientras escuchaba el legendario discurso de Winston Churchill a través de los parlantes ubicados en la parte frontal pero cuyo volumen te hacía pensar que estaba en todas partes.
Todos, a excepción quizás de la seguridad y de aquel tipo detrás de los controles de la consola principal en el centro de la arena, dieron un grito al unísono tan fuerte que pareció tomar la forma física de una ola de agua salada gigante en un océano solitario y oscuro. Un grito único, total, poderoso, violento, capaz de tumbar una casa.
Tuve que mirar con cuidado hacia el piso para no caer por las escaleras a medida que subía y subía y aquella ola monstruosa se agigantaba a niveles insoportables.
Las luces se fueron apagando hasta que se acercó el inevitable final de aquellas célebres palabras: "...and we will never surrender!".
De pronto hubo un silencio que pudo durar tal vez medio segundo, pero para mí fue una eternidad. Ahí en el palco al que acaba de llegar aquel microsegundo se convirtió en un silencio muerto. Me di cuenta de que estaba a punto de ver, por primera vez, a aquella banda que había seguido desde los once años.
Haber comprado el boleto dos días antes no significó para mí confirmación definitiva de que los podría ver. Tuve que estar ahí para convencerme.
En el escenario Iron Maiden estallaba en medio de la pirotecnia con el galopante ritmo marcial de “Aces High”.
Los dos primeros temas fueron exactamente iguales al Live Alfter Death, y con toda razón porque la intención de la gira “Back Somewhere in Time” era regalar un espectáculo que reuniera definitivamente su repertorio de los últimos 25 años. Probablemente después de esta gira se dedicarán a sus nuevos temas y tirarán a la basura la vieja y pesada parafernalia, los gigantescos Eddies y todo aquello que los llevó a la inmortalidad para centrarse en la era de Brave New World, el Dance of the Death y A Matter of Life and Death.
Cuando terminó Two Minutes to Midnight que tuvo una interpretación impecable de Dave Murray, Adrian Smith y del saltarín Janick Gers, Bruce Dickinson le habló a la audiencia. Les juró a todos que había más gente que en el 2008 cuando se presentaron por primera vez en Guadalajara. El público, aquella ola acuosa de gritos y aplausos bañó el escenario en agradecimiento y Dickinson gritó “muchas gracias México... here’s Wrathchild!” y Steve Harris y Nico McBrains arrancaron con su durísima introducción.
Cerca de mí había un hombre que trajo a su hijo de diez años. A su lado otro tipo, quizás su amigo, señalaba al pequeño cada vez que sonaba el coro: “you’re a Wrathchild!”. El pequeño se notaba confundido. Tal vez era la primera vez que escuchaba Iron Maiden, era como si su padre lo estuviese sumergiendo a las cálidas aguas bautismales de un rito legendario que cambiará su vida para siempre.
Iron Maiden no pudo generar un mejor repertorio. Trajeron Wasted Years, Phantom of the Opera, Hallowed Be Thy Name y The Trooper con Dickinson ondeando la bandera británica, y Children of the Damned, y el tipo señalaba al pequeño que ahora estaba emocionado y aplaudía y le sonreía al diablo por primera vez.
Regresó el discurso de Dickinson con el público. Propuso una adivinanza para el siguiente tema: era sobre un barco – yo grité a todo pulmón ya como parte de la marea - “The Rime...!” Como nadie atinaba o no pareció escucharme, Dickinson siguió: y también tiene que ver con un ave... “Of the Ancient!!!”.
Nadie reaccionó más que con aplausos y hasta risas. Bruce Dickinson la estaba pasando bien haciendo como pájaro por el escenario y entonces dijo la última clave: “y una maldición...” – pausa – “The Rime. Of The Ancient... Mariner!” y el público cayó extasiado al presenciar los trece minutos con efectos especiales, humo y el crujido de maderas viejas de aquel barco que pintó Samuel Taylor Coleridge en su antiquísimo poema.
Con cada uno de los temas, Harris, fundador y epicentro del grupo, coreaba, corría, gritaba, saltaba y ponía su pie izquierdo sobre las bocinas del escenario apuntando con su bajo al público con los ojos entrecerrados como quien busca pelea.
Y después vino Fear of The Dark y el himno homónimo del grupo, y toda la banda se fue a tomar un vaso de agua, o de vino, o a darse un respiro antes de volver.
Hubo una pausa que el público aprovechó para traer cerveza y orinarse en el piso de los baños que a estas alturas estaban atestados de borrachos sudorosos. Al poco rato hubo un silencio entrecortado por silbidos esporádicos y la arena se nutrió de encendedores que emulaban una noche preñada de estrellas. El público quedó atónito cuando escuchó las primeras líneas con la mórbida voz de Vincent Price: “Woe to You Oh Earth and Sea, for the Devil sends the beast with wrath, because he knows the time is short, Let him who hath understanding reckon the number of the beast for it is a human number its number is six hundred and sixty six”.
Ante mí vi la figura de cuatro metros de altura de la Bestia, Belcebú, Satán. Tenía los ojos rojos y tiraba humo constantemente por la boca y todos coreamos: "666, the Number of the Beast!". Y luego vino The Evil That Men Do y Sanctuary.
Todo olía a sudor y a final así que antes de que McBrains diera el último golpe a su batería y todos se abrazaran en el escenario dando la reverencial despedida, salí de la arena. ¿Alguien alguna vez ha podido ver una estampida humana de más de diez mil personas? Yo no. Y esa noche no quería que fuera la primera. Así que me escabullí del estadio con el recuerdo de un concierto inmortal, la voz gastada y el suéter empapado. Me fui a beber vino y Iron Maiden siguió su camino.