Los paradigmas de mi infancia colocaban a un ejército de diminutas
personas que hacían funcionar la radio y la televisión.
Nunca pude encontrarlos.
La primera vez que vi cómo abrían una radio para repararla la ilusión
desapareció.
Aquel ejército era imaginario.
También por aquel tiempo era magia la que hacía aparecer la luz dentro
de la refrigeradora.
Como antaño había caído en la ilusión de los enanos, me impuse la tarea
de averiguar qué sucedía en este caso.
Abrí y cerré la puerta de la nevera al menos cien veces antes de
descubrir aquel diminuto botón en la parte superior de la puerta que como un
pezón plástico aparecía y desaparecía encendiendo y apagando el interior de la
nevera.
Después me gustaba abrir la puerta, accionar el botón con el dedo y
dejar el interior de la nevera en absoluta oscuridad como muestra fehaciente de
que había descubierto sus misterios.
Cuando uno es niño tiene tantas creencias que surgen de una lógica
bastante primitiva y que va de la mano de las referencias y conocimientos que tienes
hasta ese momento; los cuales suelen ser bastante pocos y alimentados a veces
por las caricaturas y mitos comunes.
Cuando me tiraba en el sillón de la sala para ver las cómicas y pasaban
al noticiero, me incorporaba de inmediato.
Me ponía serio.
Algunas veces llegué a peinarme.
Era evidente que el elegante y veterano presentador de televisión y su
glamorosa compañera podían verme tirado en aquel sillón en mis shorts,
despreocupado del mundo.
No era esa la imagen que quería darles.
Me tomó algo de tiempo tratar de descifrar aquel misterio.
Era poderoso.
Yo seguía sentándome con la espalda recta, y mirándolos de frente, con
seriedad.
En los comerciales me escabullía a mi cuarto porque entonces ellos no
podían verme.
Mala suerte si se encontraban con el sillón vacío a la vuelta de las
propagandas.
Me tomó un tiempo analizar el fenómeno.
Las preguntas siempre son grandes catalizadores para desnudar misterios.
¿Cómo era posible que me vieran desde el estudio de televisión?
Es claro que tienen miles de pantallas diminutas por donde pueden ver a
su audiencia.
¡¿Pero cuántas pantallas?!
¿Acaso pueden tener tantas pantallas como televisores hay en el país?
¡Imposible!
Así que un día cuando empezó el noticiero me quedé repantigado en mi
sillón y con el pulgar en la boca, desafiante en mi infantilidad absoluta.
Soy un niño tengo derecho a hacer lo que me da la gana.
Algunos misterios eran difíciles de comprobar: “Si pones un vaso de
leche en la nieve, se convierte en helado”.
En Panamá no cae nieve.
Pero qué afortunados aquellos que en climas templados pueden convertir
leche en helado como hizo Jesús con el agua al vino.
El mito permaneció mudo por años mientras resolvía otros más urgentes.
Hasta que un día, mi papá llegó a la casa con una “máquina de hacer helado”.
¡Detengan la imprenta! ¡Noticia de último minuto!: ¡El helado se hace en
máquinas!
Y no solo eso, había que agregársele una serie de confusos y disímiles
ingredientes para que la cosa funcionara.
La nieve no convertía la leche en helado.
Yo estaba aliviado y dejé de renegar haber nacido en un país tropical
húmedo.
Lo de Santa Claus no fue importante.
Mi papá nos inculcó de pequeños en casa de que aquel personaje era un
bufón, que no existía.
Mi madre suplantó la existencia de aquel por la del Niño Dios: Diminuto
y travieso regordete en pañales que se encargaba mágicamente de traernos
regalos en Navidad.
En contubernio con uno de mis hermanos descubrí que no existía
posibilidad alguna que diera cabida a tal premisa.
Ellos nos traen los regalos.
Encima se tomaban la tarea de envolverlos.
Qué gran detalle.
Hubo otros misterios que eran más cotidianos y otros que seguramente ya
olvidé: Se me dijo una vez que cargué la batería de un carro que de haberla
dejado caer explotaría.
Estuve cerca.
No la dejé caer.
Pero resultó que no era cierto.
Cuando eres niño, quienes te superan en edad y experiencias tienden a
jugarte bromas basadas en los resultados de sus descubrimientos.
Así cobran vida algunos fantasmas, “la bruja”, el padre sin cabeza y los
duendes verdes que se llevaban a los niños sin bautizar.
Qué época llena de ilusiones.
No me molesta haberlos superado.
Tampoco añoro haber vivido en ese espacio de descubrimiento e ignorancia
infantil.
Quizás sí un poco aquella sensación de despreocupación que a la
distancia de los años asumo que de niño gozaba.
¿Quién sabe si de niño vivía más estresado por tales misterios que hoy
en día?