lunes, 8 de febrero de 2010

¡Santas groserías Batman!

Las groserías y las palabras sucias guardan un misterio glorioso.
Por algún motivo las primeras palabras de otro idioma que aprendemos son sucias referencias al sexo y a las escatologías más bajas.
En inglés primero aprendemos la magnitud y grandeza de palabras como “fuck” o “shit” antes de las más necesarias “help” o “water”.
En alemán aprendí a pronunciar “sheisse” (mierda) correctamente antes que cualquier otra cosa.
Puedo apostar que en cualquier conversación con un extranjero de habla hispana, un tema infaltable son los insultos y las palabras más soeces.
Uno antepone la excusa de que si un día uno viaja a esa nación no quiere cometer el error de decir un improperio en la calle o recibir un insulto agresivo de ningún tipo.
Sin embargo, a pesar de no haber viajado nunca a Chile, me encuentro diciendo cada dos por tres minutos “poto” y “pichula”, y encima empiezo a crear chistes al respecto y a compartirlo con otras personas para que se extienda y crezca en su inmensidad.
Cuando uno está pequeño los adultos tienden a decirte que no digas groserías.
Sin embargo uno está en la calle o en la escuela o en la iglesia cuando a un adulto machucándose el dedo con la puerta de un carro o regresando un insulto mal merecido escupe con delicia y toda autoridad las peores y más soeces frases del idioma español.
De hecho uno las guarda y atesora – al menos en mi caso – y cuando llegaba a la casa me escondía en algún sitio donde sabía que nadie me escucharía y decía una y otra vez cada una de las palabras sucias que había escuchado.
Intentaba decirlas una detrás de otra, jugaba con ellas poniéndolas en orden alfabético. Una delicia total. Por eso creo que las groserías tienen un misterioso halo que las hace gloriosas.
El problema de decirlas mucho en secreto es que llega el momento en que eres tú quien se machuca el dedo con la puerta o quien desea regresar el insulto mal merecido y entonces expulsas, en presencia de los réprobos adultos, las peores groserías jamás escuchadas, quizás ya modificadas y mejoradas con tu sello personal.
Ahora, a mi me sucede algo. Me es difícil decirle a un niño que no diga groserías. Primero porque como no tengo hijos quizás no me importa, y en segundo lugar porque encuentro tremendamente hilarante escuchar la voz de un niño de cuatro o cinco años diciendo palabras vulgares.
Un día mi papá estaba hablando con un vecino por horas. El hijo del vecino tenía tres años y además decía siempre las más terribles groserías.
En fin, este día el vecino charlaba con mi papá cuando apareció el diminuto personaje con un mensaje: “Papá dice mi mamá que vayas allá”.
El padre, queriendo mostrar que llevaba los pantalones en la casa le contestó al pequeño monstruo: “No me molestes. ¿No ves que estoy hablando?”.
El niño como todo niño bien mandado salió corriendo para su casa.
Al cabo de unos minutos regresó con otro mensaje: “Papá dice mi mamá que tu eres un ahuevao!”.
Momentos como ese no tienen precio. Por eso las palabras sucias y las groserías son sagradas por su carácter prohibitivo y su esencia tabernaria.
Hagamos un ejercicio, digamos una palabrota, por todos aquellos momentos en que nos dijeron que no lo hiciéramos, créanme que lo encontrarán tremendamente gracioso.
Salud!